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ALIANZA EDI el;
Fernand Braudel
Civilización material, economía y capitalismo, siglos XV-XVHI
tomo ll
LOS JUEGOS DEL INTERCAMBIO
Versión española de Vicente Bordoy Hueso
Revisión técnica de Julio A. Pardo
Alianza Editorial
Título onmginal:
Civilisation matérielle, économie et capitalisme, XV XVII sivcle
Tome 2.—Les jeux de ('Echange
c)60SO) Creative Commons
O Librairie Armand Colin, París, 1979 G Ed. Cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1984 ISBN: 84-206-9025-2 (T. 11) ISBN: 84-206-9997-7 (O. C.) Depósito legal: M. 39583-1984 Fotocomposición: EFCA Impreso en Hijos de E. Minuesa, $. É., Ronda de Toledo, 24. 28005 Madrid Printed in Spain
A Pierre Gourou, como testimonio de un doble afecto.
INDICE GENERAL
PROTO GO: a ad 1 CAPÍTULO 1: LOS INSTRUMENTOS DEL INTERCAMBIO ..occcccncnnnnccoconiccncnonconons 5 Europa: los mecanismos en el límite inferior de los intercambios ............ 8
Mercados regulares como hoy, 8.—Cindades y mercados, 9.—Los mercados se multiplican y se especializan, 11.—La ciudad tiene que intervenir, 16.—El caso de Londres, 19.—Lo mejor sería hacer cálcu- los, 21.—Verdad inglesa, verdad europea, 27.—Mercados y mercados: el mercado de trabajo, 29.—El mercado es un límite, y que se despla- za, 32.—Por debajo del mercado, 37.—Las tiendas, 38.—La especiali- zación y la jerarquización siguen su curso, 44.—Las tiendas conquistan el mundo, 45.—Las razones de un progreso, 47.—La exuberante ac- tividad de los buboneros, 51.—¿Es arcaica la buhoneria?, 55.
Europa: los mecanismos en el límite superior de los intercambios ........... 57 Las ferias, viejas herramientas reorganizadas sin fin, 57.—Cindades en fiestas, 62.—La evolución de las ferias, 65.—Ferias y circuitos, 67.—La decadencia de las ferias, 67.—Depósitos, almacenes, tiendas, graneros, 69.—Las Bolsas, 72.—En Amsterdam, el mercado de valo- res, 74.—En Londres, todo recomienza, 78.—¿Es necesario ir a Pa- rís?, 83.—Bolsas y monedas, 84,
¿Y elmundo tuera de Europa? cia 87 En todas partes mercados y tiendas, 87.—La superficie variable de las áreas elementales de mercado, 92.—¿Un mundo de pedlars o de ne-' gociantes?, 92.—Banqueros hindúes, 96.—Pocas Bolsas, aunque sí fe- rias, 98.—Europa ¿en pie de igualdad con el mundo*?, 104.
HIpótesis: Para CONC 106 CAPÍTULO 2: LA ECONOMÍA ANTE LOS MERCADOS oonooccccccacccioninonernononicanoonaos 109 Mercaderes y circuitos mercantiles ....ocooncccnnoniconnoononanonnacononnonccncanonnnnancnanos 111
Idas y vueltas, 111.—Circuitos y letras de cambio, 113.—Círculo im- posible, negocio imposible, 115.—Sobre la dificultad del regreso, 116.—La colaboración mercantil, 118.—Redes, división en zonas y conquistas, 122.—Los armenios y los judios, 124.—Los portugueses y la América española, 1580-1640, 128.—Redes en conflicto, redes en vías de desaparición, 131.—Minorías conguistadoras, 133.
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Indice general
La plusvalía mercantil, la oferta y la demanda....coonmcoionnicinnonocorarnccanooso es La plusvalía mercantil, 136.—La oferta y la demanda: el primum mo- bile, 140,.—La demanda sola, 143.—La oferta sola, 145.
Los mercados tienen su propia geografía.....ooomomocnorroornninnnaarnnnonacccannanccniosa Las firmas en su espacio, 150.—Espacios urbanos, 153.—Los merca- dos de materias primas, 156.—Los metales preciosos, 159.
Economías nacionales y balanza comercial........ooonmconncinnocncnroonconinocccronoss La «balanza comercial», 168.—Cifras a interpretar, 170.—Francia e Inglaterra antes y después del año 1700, 171.—Inglaterra y Portugal, 174.—Europa del Este, Europa del Oeste, 176.—Balanzas globales, 178.—India y China, 181.
SU El ME e apro El mercado autorregulador, 186.—-A través del tiempo multisecular, 187. —¿Puede testimoniar el tiempo actual?, 190.
CAPÍTULO 3: LA PRODUCCIÓN O EL CAPITALISMO EN TERRENO AJENO .......
Capital, capitalista ¡capitalismo iii La palabra «capital», 195.—El capitalista y los capitalistas, 198.—El capitalismo: una palabra muy reciente, 199.—La realidad del capital, 201.—Capitales fijos y capitales circulantes, 203.—Poner el capital en una red de cálculos, 204.—El interés de un análisis sectorial, 209.
La mterra eL dmero sio sn Las condiciones previas capitalistas, 212.—Número, inercia, producti- vidad de las masas campesinas, 214.—Miseria y supervivencia, 215.—La larga duración no excluye el cambio, 216.—En Occidente, un régimen señorial que no está muerto, 218.—En Montaldeo, 221.—Franquear las barreras, 223.—De los contornos al corazón de Europa, 225.—El capitalismo y la segunda servidumbre, 225.—El ca- pitalismo y las poblaciones de América, 230.—Las plantaciones de Ja- maica, 235.—Retorno al corazón de Europa, 237.—Cerca de París: Brie en tiempos de Luis XIV, 238.—Venecia y la Terra Ferma, 240.—El caso aberrante del campo romano a principios del siglo XEX, 243.—Los poderi de Toscana, 246.—Las zonas adelantadas son mi- noritarias, 248.—El caso de Francia, 249.
Capitalismo, y premdostriaccesdiasit at Un modelo cuádruple, 252.—El esquema de H. Bourgin, ¿es válido fuera de Europa?, 256.—No hay divorcio entre agricultura y prein- dustria, 258.—La industria-providencia, 259.—Localizaciones inesta- bles, 261.—De los campos a las ciudades, y de las ciudades a los cam- pos, 262.—¿Ha habido industrias piloto?, 263.—Comerciantes y gre-
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mios, 266.—El Verlagssystem, 268.—El Verlagssystem en Alemania, 271.—Las minas, y el capitalismo industrial, 273.—Las minas del Nuevo Mundo, 276.—Sal, hierro, carbón, 277.—Manufacturas y fá- bricas, 279.—Los Vanrobais en Abbeville, 286.—Capital y contabili- dad, 289.—-Sobre los beneficios industriales, 291.—La ley de Walther G. Hoffmann (1955), 294.
Transportes y empresa capitalista ......ooonnoconnnccionnonecannonnonanaconóncnroncarannanionos 298 Los transportes terrestres, 298.—El transporte fluvial, 305.—Trans- porte marítimo, 309.—Verdades contables: capital y trabajo, 315.
Un balance más bién Ari 319 CAPÍTULO 4: EL CAPITALISMO EN SU PROPIO TERRENO ...ocoocconononnncononononcaniss 321 En. lo alto de la Sociedad Mercantil 323
La jerarquía mercantil, 323.—Una especialización sólo en la base, 324.—El éxito mercantil, 328.—Los proveedores de fondos, 331.—Crédito y banca, 335.—El dinero o se esconde o circula, 340.
Elección y estrategias CapitalistaS.....omo.omomoscorsnoronnontarionsacrancncanoncnarananocnaos 345 Un espíritu capitalista, 345,—El comercio a distancia o «el gordo», 347. —Instruirse, informarse, 350.—La «competencia sin competido- res», 355.—Los monopolios a escala internacional, 358.—Un ensayo de monopolio fallido: el mercado de la cochinilla, en 1787, 362.—La perfidia de la moneda, 364.—Beneficios excepcionales, demoras ex- cepcionales, 369.
Sociedades Y coOMPantas ito ais 1374 Sociedades: los comienzos de una evolución, 374.—Las sociedades en comandita, 378.—Las sociedades por acciones, 379.—Una evolución” . poco apresurada, 382.—Las grandes compañías comerciales tienen an- tecedentes, 382.—Una regla de tres, 383.—Las compañías inglesas, 386.—Compañias y coyunturas, 389 —Compañías y libertad de co- mercio, 391.
Todavía la tripartición ........ polla als 393 CAPÍTULO 5: LA SOCIEDAD O «EL CONJUNTO DE LOS CONJUNTOS ».0ococcocs. 397 Las jerarquías sociales........ A 401
Pluralidad de las sociedades, 403. 3—Obieroar en vertical: el número restringido de los privilegiados, 404.—La movilidad social, 410. —¿Cómo comprender el cambio?, 412.—La sincronía de las co- yunturas sociales en Europa, 415.—La teoría de Henri Pirenne,
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Indice general
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416.—En Francia, gentry o nobleza de toga?, 419.—De las ciudades a los Estados: lujo y lujo ostentoso, 424.—Revoluciones y luchas de cla- ses, 429.— Algunos ejemplos, 433.—Orden y desorden, 437.—Por de- bajo del plano cero, 438.—-Salir del infierno, 445.
ELESAO MINAS a Ie 448 Las tareas del Estado, 448.—El mantenimiento del orden, 449.—Los gastos exceden a los ingresos: el recurso al empréstito, 451.—Juros y asientos de Castilla, 454.—La revolución financiera inglesa, 1688-1756, 457.—Presupuestos, coyunturas y producto nacional, 460.—Hablemos de los financieros, 463.—De los traitants al Arrien- do General (Ferme Générale), 468.—La política económica de los Es- tados: el mercantilismo, 472.—El Estado inacabado frente a la socie- dad y la cultura, 478.—Estado, economía, capitalismo, 482.
Las civilizaciones no dicen Siempre DO ..ooooccnacccnnononoccnononnnnoroosonnnnanananonoonos 484 Otorgar un lugar a la difusión cultural: el modelo del Islam, 484.—Cristiandad y mercancía: la discordia de la usura, 488.—¿Pnu- ritanismo igual a capitalismo?, 494.—Una geografía retrospectiva ex- plica muchas cosas, 496.—¿Capitalismo igual a razón?, 498.—Un arte nuevo de vivir: en la Florencia del quattrocento, 504.—Otro tiempo, otra visión del mundo, 506.
El capitalismo fuera de:EuroDa acia 508 Milagros del comercio a larga distancia, 508.— Algunos argumentos e intuiciones de Norman Jacobs, 511.—La política, más aún la socie-
dad, 518. Para conc cata 524 Noti ist 527 [dic de nombres bi 563 Indice de planos y pcs aint 583 Indice de prabados 00 NO 585
Capítulo 1
LOS INSTRUMENTOS DEL INTERCAMBIO
A primera vista, la economía abarca dos enormes zonas: la producción y-el corisu- mo. Por un lado, todo se termina y se destruye; por otro, todo comienza y vutlve a comenzar. «Una sociedad», escribe Marx!, «no puede dejar de producir, no menos que de consumir». Verdad trivial. Proudhon dice casi lo mismo cuando afírma que trabajar y comer son el único fin aparente del hombre. Pero entre estos dos universos se desliza un tercero, estrecho pero Impetuoso como un río, reconocible, también él, al primer vistazo: el intercambio o, sí se quiere, la economía de mercado — imperfecta, discon- tinua, pero ya apremiante durante los siglos que estudia el presente libro y seguramen- te revolucionaria. En un conjunto que tiende obstinadamente hacía un equilibrio ru- tinario y que no sale de él simo para volver al mismo, la economía de mercado es la zona del cambio y de las innovaciones. Marx la denomina la esfera de la circulación?, expresión que yo me obstino en calificar de felíz. Sin duda, la palabra circulación, lle- gada a la economía procedente de la filosofía?, encierra demasiadas cosas a la vez. Si hemos de creer a G. Schelle*, el editor de las obras completas de Turgot, este último habría soñado en componer un Tratado de la circulación donde hablaría de los bancos, del Sistema de Law, del crédito, del cambio y del comercio, del lujo en fin; es decir, de casi toda la economía tal como se entendía entonces. Pero el término economía de mercado, ¿no ha adquirido hoy en día también un sentido amplio que rebasa infini- tamente la simple noción de circulación y de intercambio??.
Los instrumentos del intercambio
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Se trata, por tanto, de tres universos. En el primer tomo de esta obra habíamos
concedido la. primacía al consumo. En los capítulos que siguen abordaremos la circu-
lación. Los difíciles problemas de la producción vendrán en último lugar”. No es que podamos negar a Marx y Proudhon que son problemas esenciales. Pero para el histo- riador, que es un observador retrospectivo, es difícil empezar por la producción, terre- no confuso, difícil de localizar y todavía insuficientemente inventariado. La circulación, por el contrario, tiene la ventaja de ser fácilmente observable. Todo remite a ella y se- ñala sus movimientos. El ruido de los mercados llega inconfundiblemente hasta nues- tros oídos. Yo puedo, sín presunción, volver a encontrar a los mercaderes y a los re- vendedores en la plaza de Rialto, en Venecia, hacía 1530, desde la misma ventana de la casa del Arétin que contempla con satisfacción este espectáculo cotidiano”; puedo entrar, hacia 1688 y aun antes, en la Bolsa de Amsterdan y no extraviarme —1ba a de- cir que podría negociar en ella sín equivocarse demasiado. Georges Gurvitch me ob- jetaría al punto que lo fácilmente observable corre el riesgo de ser lo que carece de im- portancia o lo secundario. Yo mo estoy tan seguro de ello y no creo que Turgot, to- mando en consideración el conjunto de la economía de su tiempo, haya podido equi- vocarse completamente al privilegiar la circulación. Además, ¿se ha de despreciar el he- cho de que el nacimiento del capitalismo está estrictamente ligado al intercambio? En fin, la producción es la división del trabajo y, por tanto, obligatoriamente la condena de los hombres al intercambio.
Por otra parte, ¿quién se atrevería verdaderamente a minimizar el papel del »zer- cado? Incluso en un estadio elemental, el mercado es el lugar de elección de la oferta y la demanda, del recurso al otro, y sin él no existiría la economía en el sentido normal de la palabra, sino solamente una vida «encerrada» (el inglés dice embedded) en la au- tosuficiencia o la no-economía. El mercado viene a ser una liberación, una apertura, el acceso a otro mundo. Es vivir de puertas hacia fuera. La actividad de los hombres, los excedentes que intercambian, pasan poco a poco por esta estrecha abertura tan difícil- mente al principio como el camello de la Escritura por el ojo de la aguja. Después los huecos se dilataron, se multiplicaron, convirtiéndose finalmente la sociedad en una «so- ciedad de mercado generalizado»? Al final de este recorrido, tardíamente por tanto y nunca al mismo tiempo ni de la misma forma en las diversas regiones. No se da, pues, una historia simple y lineal del desarrollo de los mercados. Lo tradicional, lo arcaico, lo moderno y lo muy moderno se mezclan. Incluso hoy día. Las estampas significativas son, desde luego, fáciles de obtener y reunir; sin embargo, incluso en lo que se refiere a Europa, que es un caso privilegiado, no es tan fácil relacionarlas.
Esta dificultad, de alguna forma insinuante, ¿provendrá también de que nuestro campo de observación, del siglo XV al siglo XVIH, es todavía insuficiente en cuanto a su duración? El campo de observación ideal debería extenderse a todos los mercados del mundo, desde sus orígenes hasta nuestros días. Es el inmenso dominio que la pa- sión iconoclasta de Karl Polanyi? puso ayer en entredicho. ¿Pero es acaso posible en- globar en una misma explicación los pseudomercados de la Babilonia antigua, los cir- cultos de intercambio de los hombres primitivos que hoy habitan las islas Trobrian y los mercados de la Europa medieval y preindustrial? Yo no estoy totalmente convencido.
En todo caso, no nos limitaremos de entrada a explicaciones generales. Comenza- remos por describir. En primer lugar Europa, testigo esencial, y que conocemos mejor que otros casos. Después lo que no es Europa, porque ninguna descripción conduciría a un principio de explicación válida si no hiciera efectivamente un recorrido por el mundo.
Las instrumentos del intercambio
Venecia, el puente de Rialto. Cuadro de Carpaccio, 1494. (Venecia, Academia, cliché Giraudon.)
Los instrumentos del intercambio
EUROPA: LOS MECANISMOS EN EL LIMITE INFERIOR DE LOS INTERCAMBIOS
ASÍ pues, comenzamos | por Europa. Europa abandonó, ya antes del siglo XV, las for- mas más arcaicas del intercambio. Los precios que conocemos O cuya existencia sospe- chamos son, desde el siglo XII, precios que fluctúan'", lo cual prueba que yá existen mercados «modernos», y que pueden ocasionalmente, ligados los unos a los otros, es-
trigo
j 4 d ta $: avena:
cebada
aL! : . j ! 1165 1170 1175 1180 1185 190 195 1200 1206
1. PRECOCIDAD DE LÁS EACICACIONES DE PRECIOS EN INGLATERRA
Según D. L. Farmer, «Some Prices Fluctuations in Ángevin England», en: The Economic History Review, 1956-1957,
p- 39. Obsérvese la subida concomitante de los precios de los diversos cereales a continuación de las malas cosechas del año 1201,
bozar sistemas, lazos entre ciudades. Prácticamente, en efecto, solamente los burgos y las ciudades tienen mercados. Aunque rarísimos, existen también mercados aldeanos"! en el siglo XV pero en cantidad insignificante. La ciudad de Occidente engulló todo,
todo lo sometio a su ley, a sus exigencias, a sus controles. El mercado llegó a ser uno de sus mecanismos!?.
Mercados regulares como: boy |
En su forma elemental, los mercados existen todavía hoy. Al menos no se han per- dido del todo y, en días fijos, ante nuestros ojos, se reorganizan en los emplazamientos habituales de nuestras ciudades, con sus desórdenes, sus aglomeraciones, sus gritos, sus fuertes olores y el frescor de sus mercancías. Ayer eran poco más o menos los mismos: algunos tenderetes, un toldo para la lluvia, un lugar numerado para cada vendedor!?
Los instrumentos del intercambio
ridad, debidamente registrado y que había que pagar a tenor de la itoridades o de los propietarios; una multitud de clientes y una mul. yes modestos, proletariado difuso y activo: desgranadores de guisan- reputación de inveterados chismosos, desolladores de ranas (las cuales ra!* y a París!? en cargamentos enteros de mulas), costaleros, barren- vendedores o vendedoras semiclandestinos, inspectores altaneros que lres a hijos sus miserables oficios, mercaderes revendedores y, fáciles su manera de vestir, campesinos y campesinas burgueses haciendo la jue tíenen la habilidad (repiten los ricos) de hacer bailar las asas del decía «herrar la mula»)'*, panaderos vendiendo al por mayor, carni- ples puestos obstruyen las calles y las plazas, mayoristas (vendedores eso o de mantequilla al por mayor)'”, recaudadores de impuestos. ..En r doquier, mercancías, pellas de mantequilla, montones de legum- sos, frutas, pescado goteando agua, piezas de caza, carnes que el car- lí mismo, libros invendidos cuyas hojas impresas sirven para envolver De los campos llegan en abundancia la paja, la madera, el heno, la 1e el cáñamo, el lino y aun las telas para los vestidos de los aldeanos. lo elemental, parecido a sí mismo, se mantiene a través de los siglos, rque, en su robusta simplicidad, es imbatible a la vista de la frescura recederos que ofrece, traídos directamente de los huertos y de los cam- dores, y de sus bajos precios, porque el mercado original, donde se «de primera mano»*”, es la forma más directa, más transparente de ejor vigilada, al abrigo de engaños. ¿La más justa? El Lzbro de ¿os 1 (escrito hacia 1270)% lo dice con insistencia: «Puesto que las mer- ectamente al mercado y allí se ve si son buenas y legales o no [...] +[::.] que se venden en el mercado, todo el mundo tiene acceso, po- ún: la expresión alemana, se trata del comercio de mano a mano, de -in-Hand, Auge-in-Auge Handely", es el intercambio inmediato: lo vende sobre el terreno, lo que se compra es allí mismo adquirido y y enel instante mismo; el crédito apenas desempeña su papel de un Esta vieja forma de intercambio se practicaba ya en Pompeya, en Os- a Romana, y desde siglos, desde milenios más bien: la antigua Grecia s; existen mercados en la China clásica, como también en el Egipto en Babilonia, donde el intercambio fue tan precoz?. Los europeos plendor abigarrado y la organización del mercado «de Tlalteco, que chtitlán» (Méjico) y los mercados «regulados y civilizados» del Africa nización les hizo merecedores de admiración a pesar de la modestia os”. En Etiopía, los mercados, en cuanto a sus orígenes, se pierden s tiempos”,
urbanos tienen lugar generalmente una o dos veces por semana. Para "cesario que el campo tenga tiempo para producir y reunir los artícu- listraer una parte de su mano de obra para la venta (confiada prefe- mujeres). En las grandes ciudades, es cierto, los mercados tienden a en París, donde en principio (y frecuentemente de hecho) debían ce- e los miércoles y los sábados? En todo caso, intermitentes o conti- dos elementales entre el campo y la ciudad, por su número y su con-
Los instrumentos del iniercambio
tinua repetición, representan el más grande de todos los intercambios conocidos, como señalaba Adam Smith. Así mismo, las autoridades de la ciudad tomaron firmemente Por, otra. parte: se trata de autoridades próximas, prontas a castigar severamente las 1n- fracciones, dispuestas a reglamentar, y que vigilan estrechamente los precios. En Sici- lía, el hecho de que un vendedor exija un precio superior en solo «grano» a la tarifa fijada puede acarrearle fácilmente el ser condenado a galeras. El caso se presenta, el 2 de julio de 1611, en Palermo”, En Cháteaudum?”, los panaderos sorprendidos en falta por tercera vez son «arrojados sin contemplaciones desde lo alto de un carruaje, atados como salchichones». Esta práctica se remontabá*a"1417, cuando Carlos de Orleáns dio a los regidores (concejales) derecho de inspección sobre los panaderos. La comunidad no obtendrá la supresión del suplicio hasta 1602.
Pero supervisiones y reprimendas no impiden que el mercado se expanda, crezca al compás de la demanda, se sitúe en el corazón de la vida ciudadana. Frecuentado en días fijos, el mercado es un centro natural de la vida social. Es el lugar de encuentro, es allí donde las gentes se entienden, donde se injuria, donde se pasa de las amenazas a los golpes; es allí donde se originan incidentes, procesos reveladores de complicidad; es allí donde se producen las más bien raras intervenciones de la ronda de guardia, ¡cier- tamente espectaculares, pero también prudentes?*; allí es donde circulan las noticias po- líticas y las otras. En el condado de Norfolk, en 1534, en la plaza pública del mercado de Fakenham, se critican en voz alta las acciones y los proyectos del rey Enrique VIII”. ¿Y en qué mercado inglés dejaríamos de escuchar, al paso de los años, las palabras ve- hementes de los predicadores? Esta muchedumbre sensible está allí dispuesta para to- das las causas, incluso las buenas. El mercado es también el lugar preferido para los acuerdos de negocios o de familia. «En Giffoni, en la provincia de Salerno, en el si- glo XV, vemos, según los registros de los notarios, que el día de mercado, además de la venta de artículos de alimentación y de productos del artesanado local, se nota un porcentaje más elevado [que de ordinario] de contratos de compra-venta de terrenos, de cesiones enfitéuticas, de donaciones, de contratos matrimoniales, de constituciones de dotes»*?. Por el mercado todo se acelera. Y también, lógicamente, el despacho de las tiendas. De esta forma, en Lancaster, Inglaterra, a finales del siglo XVI, William Stout, que tiene allí tienda, obtiene ayuda suplementaria «or the market and far days». Sin duda, se trata de la regla general. A condición, evidentemente, de que las tiendas no sean cerradas de oficio, como ocurre en numerosas ciudades, los días de mer- cado o de feria?*,
La sabiduría de los proverbios serviría, por sí sola, para demostrar que el mercado está situado en el corazón de una vida de relaciones. He aquí algunos ejemplos??: «En el'mercado todo se verde; excepto la prudencia silenciosa y el honor.» «Quien compra pescado en el mar (antes de pescarlo) corre el riesgo de no obtener más que el olor.» Si no conoces bien el arte de comprar o de vender, bah, «el mercado te lo enseñará». No estando nadie solo en el mercado, «piensa en ti mismo y piensa en el mercado», es decir, en los otros. Para el hombre avisado, dice un proverbio italiano, «val pih avere amici mn praizza che denari nella cassa», vale más tener amigos en el mercado que di- nero en el arca. Resistir a las tentaciones del mercado es la imagen de la sabiduría, para el folklore del Dahomel actual. «Al vendedor que grita: ven y compra, serás sabio res- pondiéndole: yo no gasto por encima de lo que poseo**.»
Los instrumentos del intercambio
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HUILA mete e se Deco
| ría el n mércado de pan y el mercado de aves, paseo de los Agustinos, hacia 1670. (París, Car- Ed potes ceba, Cemedo” )
Los mercados se multiplican. se especializan
Capturados por las ciudades, los mercados crecen con ellas. Se multiplican, .éxplo- tan en los espacios urbanos demasiado estrechos para contenerles. Y, como son la mo- dernidad en marcha, su aceleración no admite apenas trabas; imponen Impetuosamen- te sus molestias, sus detritus, sus tenaces agolpamientos. La solución estaría en volver- les a arrojar fuera de las puertas de las ciudades, más allá de las murallas, hacia los arra- bales.. Lo que se hace a menudo cuando se crea uno nuevo, como en París en la plaza Saint-Bernard, en el fauboure Saint-Antoine (2 de marzo de 1643); como (octubre de 1666) «entre la puerta Saint-Michel y el foso de nuestra ciudad de París, la calle d'En- fer y la puerta Saint-Jacques»?”. Pero los lugares de reunión antiguos, en el corazón de las ciudades, se mantienen: desplazarlos ligeramente supone una gran dificultad, como en 1667 del puente Saint-Michel al extremo de dicho puente?*?, o como medio siglo más tarde, de la calle Mouffetard al vecino patio de 1'bótel des Patriarches (mayo de 1718)”. Lo nuevo no expulsa a lo viejo. Y como las murallas se desplazan a medida que crecen las aglomeraciones, los mercados instalados sabiamente en los contornos se hallan, un buen día, en el interior de los recintos y permanecen allí.
En París, el Parlamento, los concejales, el teniente de policía (a partir de 1667) bus- can desesperadamente la manera de contenerlos en sus justos límites. En vano. La calle Saint-Honoré es de este modo impracticable, en 1678, a causa de «un mercado que se
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ha establecido abusivamente cerca y delante de una carnicería en los números quince y veinte, calle Saint-Honoré, donde los días de mercado muchas mujeres y revendedo- ras, tanto campesinas como de la ciudad, instalan sus mercancías en plena calle entor- peciendo el paso, cuando debería estar siempre libre. Como uno de los más frecuentes e importantes de París que es», Abuso manifiesto, pero ¿cómo remediarlo? Dejar li- bre un lugar supone tener que encontrar otro. Casi cincuenta años más tarde, el mer- cadillo de: los Quínce-Vingts continúa en el mismo lugar, ya que el 28 de junio de 1714 el comisario Russel escribe a su superior del Chátelet: «He recibido hoy, señor, la queja de los ciudadanos del mercadillo de los Quince-Vigts donde voy por el pan, contra las vendedoras de caballas que arrojan los desperdicios de sus caballas; lo cual incomoda mucho por la pestilencía que esto extiende en el mercado. Sería bueno [...] ordenar a estas mujeres que metan sus caballas en cestas para vaciarlas en la carreta co- mo hacen los desgranadores de guisantes»*!, Más escándalos todavía, porque se lleva a cabo en el atrio de Nótre-Dame, durante la Semana Santa, la Fersa del Tocino, que es en realidad un gran mercado donde los pobres y los menos pobres de París vienen a adquirir sus provisiones de jamón y de lonjas de tocino. La báscula pública se instala bajo el porche mismo de lá catedral. Se dan allí aglomeraciones inauditas: hay que pe- sar las compras antes que las del vecino. Se suceden igualmente bromas, farsas, robos. Los mismos guardias, encargados del orden, no se comportan mejor que los demás, y los enterradores del hospital vecino se permiten bromas burlescas*?. Todo ello no im- pedirá que se autorice al caballero de Gramont, en 1669, a establecer, «un mercado nuevo entre la iglesia de Nótre-Dame y la isla del Palacio». Cada sábado hay embote- llamientos catastróficos. En la plaza llena de gente, ¿como arreglárselas para hacer pa- sar un cortejo religioso o la carroza de la reina?*,
Está claro que, cuando un espacio queda libre, los mercados se apoderan de él. Ca- da invierno, en Moscú, cuando el Moskova se hiela, tiendas, barracas y casetas se 1ms- talan sobre el hielo*. Es la época del año en la que, con las facilidades de los trans- portes en tríneo sobre la nieve y la congelación al aire libre de las carnes y de los ani- males abatidos, hay en los mercados, la víspera y el día siguiente de Navidad, un nú- mero considerable de intercambios*. En Londres, durante los inviernos anormalmente fríos del siglo XVII, constituye una fiesta poder hacer pasar a través del río helado las diversiones del Carnaval, que «por toda Inglaterra dura desde Navidad hasta el día si- guiente de Reyes». «Barracas que son lo mismo que tabernas», enormes cuartos de buey que se asan al aire libre, el vino de España y el aguardiente atraen a la población en- tera, en ocasiones al mismo rey (13 de enero de 1677)*. En enero y febrero de 1683, sín embargo, las cosas son menos alegres. Sorprendieron a la ciudad unos fríos extraor- dimarios; hacía la desembocadura del Támesis, enormes bancos de hielo amenazan con destrozar los barcos inmovilizados. Escasean los víveres y las mercancías, los precios se triplican o se cuadruplican, las calles obstruidas por la nieve y el hielo están impracti- cables. Entonces la vida se refugia sobre el río helado, que sirve de camino a los vehí- culos de abastecimiento y a las carrozas de alquiler; vendedores, tenderos, artesanos le- vantan allí barracas. Se improvisa un monstruoso mercado que da idea del poder del número efi la enorme capital —tan monstruoso que tiene el aspecto de una «feria gran- dísima», escribe un testigo toscano— y además llegan enseguida los «charlatanes», los bufones y todos los inventores de artificios y de juegos de manos para conseguir algún dinero*. Y ciertamente es el recuerdo de una feria (The Fair on the Thames, 1683) lo que dejó esta reunión anormal. Una inhábil estampa recrea el incidente olvidándose de reflejar la pintoresca confusión. *
Por todas partes, el crecimiento de los intercambios ha llevado a las ciudades a cons- truír lonjas, o sea mercados cubiertos, que cierren frecuentemente mercados al arre li- bre. Estas lonjas son, la mayoría de las veces. mercados permanentes especializados. Co-
Los instrumentos del intercambio
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Me Feria sobre el Támesis en 1683. Este grabado, reproducido en el libro de Edward Robinson, The early Englisch Coffee Houses, representa los fastos de la fería que se celebra sobre el agua helada
del río. A la tzquierda, la Torre de Londres; en segundo plano, el Puente de Londres. (Fototeca
A Colin)
nocemos innumerables lonjas de telas*? Incluso una ciudad de tamaño medio cófno Carpentras tiene la suya”. Barcelona instaló su ala dels draps por encima de la Bolsa, la Lomga?* La de Londres, Blackwell Hall%?, construida en 1397, reconstruida en 1558, destruida por el fuego en 1666, vuelta a levantar en 1672, es de dimensiones excep- cionales. Las ventas, durante mucho tiempo limitadas a algunos días por semana, lle- gan a ser diarias en el siglo X VIH, y los courtry clothiers adoptan la costumbre de dejar allí en depósito el género sin vender, para el mercado siguiente. Hacía 1660, la lonja tenía sus inspectores, sus empleados permanentes, toda una organización complicada. Pero antes de esta expansión, la Basinghall Street, donde se levanta el complejo edift- cio, es ya «el corazón del barrio de los negocios», mucho más todavía de lo que, para Venecia, es el Fondaco dei Tedesch???.
Existen, evidentemente, lonjas distintas según las mercancías que acogen. Así, es- tán las lonjas del trigo (en Tolosa desde 1203), del vino, de los cueros, del calzado, de las pieles (en las ciudades alemanas Kornhaúser, Pelzhaúser, Schubbasiser) y, en el mismo Górlitz, en una región productora de la preciada planta tintórea, una lonja del pastel”. En el siglo XVI, en los burgos y ciudades de Inglaterra se construyen numero- sas lonjas con diversas denominaciones, frecuentemente a costa de un rico comerciante del lugar, en un rasgo de generosidad**. En Amiens, en el siglo XVII, la lonja del hilo
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En Bretaña, el mercado de Faouét (finales del siglo XVI). (Chiché Giraudon.)
se alza en el centro de la ciudad, detrás de la iglesia de Saint-Firmin-en-Castillon, a dos pasos del gran mercado o mercado del trigo: los artesanos se proveen allí todos los días de hilo de lana llamado de saya, «desengrasado después de cardado y generalmen- te hilado en el torno»: se trata de un producto proporcionado a la ciudad por los hi- landeros de la campiña cercana” Así mismo, las mesas de los carniceros, próximas las unas a las otras bajo un espacio cubierto, son verdaderamente lonjas. Así en Evreux??; lo mismo en Troyes en un hangar oscuro%%; o en Venecia, donde los Beccarie, los gran- des mataderos de la ciudad, son reunidos a partir de 1339 a pocos pasos de la plaza de Rialto, en el antiguo Ca'Querini, con la calle y el canal que lleva el mismo nombre de Beccarie, y la iglesia de San Matteo, la iglesia de los carniceros, que no fue destrui- da hasta principios del siglo XIX%,
La palabra /onja puede, así, tener más de un significado, desde el simple mercado cubierto hasta el edificio y la organización complicada de Les Halles que fueron muy pronto el primer «vientre de París». La enorme maquinaria se remonta a Felipe Augus-
to!. Fue entonces cuando se construyó el vasto conjunto sobre los Champeaux, en los alrededores del cementerio de los Inocentes que no será destinado a otros fines sino bastante más tarde, en 1786%. Pero, coincidiendo con la vasta regresión que tiene lu- gar, en términos generales, de 1350 a 1450, hubo un evidente deterioro de Les Halles. Debido a esta regresión, evidentemente, por razón también de la competencia de las tiendas próximas. En todo caso, la crisis de Les Halles no es típicamente parisina. Es patente en otras ciudades del reino. Edificios que ya no desempeñan su función caen
Los instrumentos del intercambio
en ruinas. Algunos se convierten en basureros de la vecindad. En París, la lonja de los tejedores «según las cuentas de 1481 a 1487, sirvió al menos en parte de garaje a los carros de la artillería del rey»*. Son conocidas las consideraciones de Roberto S. Lo- pezó! sobre el papel de «indicadores» que desempeñan los edificios religiosos: que se interrumpa su construcción, como la de la catedral de Bolonia en 1223, la de Siena en 1265 o la de Santa María del Fiore en Florencia en 1301-1302, es un signo cierto de erisis. ¿Podrían ascender las lonjas, cuya historia jamás se ha intentado hacer en su con- junto, a esta misma dignidad de «indicadores»? Si la respuesta es afirmativa, el resurgir estaría señalado en París en el transcurso de los años 1543-1572, más bien en los últ:- mos que en los primeros años de dicho período. El edicto de Francisco 1 (20 de sep- tiembre de 1543), registrado en el Parlamento el 11 de octubre siguiente, no es, en efecto, más que un primer gesto. Otros siguieron. Su aparente objetivo: embellecer Pa- rís más que dotarle de un poderoso organismo. Y sin embargo, la vuelta a una vida más activa, el empuje de la capital, la reducción, como consecuencia de la recontruc- ción de las lonjas, del número de tiendas y de puestos de venta al vecindario hacen que sea una operación mercantil excepcional. En todo caso, a finales del siglo XVI, Les Halles, que han renovado su aspecto, vuelven a encontrar su primitiva actividad de los tiempos de San Luis. También en esto existió «Renacimiento»”,
Ningún plano de las lonjas puede ofrecer una imagen exacta de este vasto conjun- to: espacios cubiertos, espacios descubiertos, pilares que sostienen las arcadas de las ca- sas vecinas, la vida mercantil invadiéndolo todo en los contornos y que, a la vez, apro- vecha el desorden y la acumulación de personas y objetos en su beneficio. El hecho de que este complejo mercado no fuera modificado hasta el siglo XVII! fue puesto de ma- nifiesto por Savary (1761)%, No estamos demasiado seguros de ello: hubo continuos movimientos y desplazamientos internos. Más dos innovaciones en el siglo XVIII: en 1767, la lonja del trigo fue cambiada de lugar y se volvió a construir en el emplaza- miento del antiguo albergue de Soissons; a finales del siglo será reconstruida la lonja del pescado de mar y la de los cueros, y la lonja de los vinos se trasladará más allá de la puerta de San Bernardo. Y no cesan de hacerse proyectos para arreglar o cambiar de lugar Les Halles. Pero el imponente conjunto (50.000 metros cuadrados de terreno) per- manece, con bastante buena lógica, en su lugar.
En los pabellones cubiertos están solamente las lonjas de los paños, de las telas! de las salazones (el pescado salado), del pescado fresco de mar. Pero alrededor de e3wos edificios, adosados a ellos, están al aire libre los mercados del trigo, de la harina; de la mantequilla en pellas, de las velas de sebo, de las estopas y cuerdas para pozos. Cer- ca de los «pilares» dispuestos alrededor se acomodan como pueden baratilleros, pana- deros, cordeleros y «otros pobres maestros de comerciantes de París que tienen licencia de venta». «El primero de marzo [1657]», dicen unos viajeros holandeses'”, «visitamos el rastro que está al lado de Les Halles. Se trata de una gran galería, sostenida por hi- leras de piedra tallada, bajo la cual están colocados todos los revendedores de ropa vie- ja [...]. Dos veces a la semana hay mercado público [...]: en tales días todos estos ba- ratilleros, entre los cuales parece haber buen número de judíos, instalan sus mercan- cías. Á cualquier hora que se pase por allí, uno se hastía de sus continuos gritos; ¡al buen abrigo campesino!, ¡a la buena casaca!, y de la descripción que hacen de sus mer- cancías atrayendo a la gente para que entre en sus tiendas (...]. Es increíble la prodi- grosa cantidad de vestidos y de muebles que tienen: se ven cosas muy bonitas, pero es peligroso comprar, si mo se conoce bien, porque se dan una maña extraordinaria para limpiar y remendar lo que es viejo de forma que parezca nuevo». Como estas tiendas son oscuras, «usted cree haber comprado un vestido negro, y cuando sale a plena luz, es verde o violeta [o] tiene marcas como la piel de un leopardo».
Compendio de mercados, adosados unos a otros, donde se amontonan desperdi-
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cios, aguas sucias, pescado podrido, las bellas Halles son «también el más vil y el más sucio de los barrios de París», reconoce Piganiol de la Force (1742), En no menor me- dida son la Capital de las discusiones vocingleras y de la lengua verde. Las vendedoras, bastante más numerosas que los vendedores, dan el tono. Ellas tienen fama de ser «las lenguas más groseras de todo París». «¡Eh! ¡Tía descarada! ¡Habla ya! ¡Eh, gran puta! ¡Ramera de estudiantes! ¡Vete ya! ¡Vete al colegio de Montaigu! ¿No tendrás vergúen- za? ¡Carcamal! ¡Espalda vapuleada! ¡Desvergonzada! ¡Más que miserable! ¡Estás borra- cha como una cuba!» Así hablan sin descanso las pescaderas y verduleras en el si- glo XVI, Y, sin duda, más tarde.
La ciudad tiene que interventr
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Por complicado, por singular en suma que sea este mercado central de París, no hace más que traducir la complejidad y las necesidades de abastecimiento de una gran ciudad, muy pronto fuera de las proporciones habituales. Cuando Londres se desarro- 116 en la forma que se conoce, al producir las mismas causas idénticos efectos, la capital inglesa se vio invadida por mercados numerosos y desordenados. Incapaces de conte- nerse en los primitivos espacios que les estaban reservados, se desparraman por las ca- les vecinas, llegando cada una de ellas a ser una especie de mercado especializado: pes- cado, legumbres, aves, etc. En tiempos de Isabel, abarrotan cada día las calles más tran- sitadas de la capital. Solamente el gran incendio de 1666, el Great Fere, permitirá una reorganización general. Las autoridades construyen entonces, para despejar lás calles, amplios edificios alrededor de grandes patios. Se convierten así en mercados cerrados, pero a cielo abierto; unos especializados, más bien mercados al por mayor, los:otros de artículos en general.
Leadenhall, el más extenso de todos —se decía que era el más grande de Europa— es el que ofrece un espectáculo comparable a Les Halles de París. Con más orden, sin duda. Leandenhall absorbió en cuatro edificios todos los mercados que habían surgido antes de 1666 alrededor de un primitivo emplazamiento, los de Gracechurch Street, Cornhill, The Poultry, New Fish Street, Eastcheap. En un patio, 100 puestos de car- nicería despachan carne de buey; en otro, 140 puestos están reservados a otras carnes; en otros lugares se vende el pescado, el queso, la mantequilla, los clavos, la quincalle- ría... En suma, «un mercado monstruo, objeto de orgullo para los ciudadanos, y uno de los grandes espectáculos de la ciudad». Pero el orden, cuyo símbolo era Leadenhall, no duró mucho. Al ensancharse, la ciudad desbordaba sus sabias soluciones, volvía a topar con las primitivas dificultades; desde 1699, y sin duda antes, los puestos de venta invadían de nuevo las calles, se asentaban bajo los portales de las casas, los vendedores se esparcían por la ciudad a pesar de las prohibiciones que castigaban a los vendedores ambulantes. Los más pintorescos de estos voceadores callejeros son las revendededoras de pescado, que llevaban su mercancía en una cesta que sostenían sobre la cabeza. Tie- nen mala reputación, son objeto de burla, también son explotadas. Si su jornada se ha dado bien, es seguro que se les podrá volver a ver por la noche en la taberna. Son, sin duda, tan mal habladas y agresivas como las pescaderas de Les Halles”?. Pero volvamos a París.
Para asegurar su abastecimiento, París tiene que organizar una enorme región al- rededor de la capital: el pescado y las ostras provienen de Dieppe, de Crotoy, de Saint- Valéry: «No encontramos», dice un viajero (1728) que pasa cerca de estas dos últimas ciudades, «más que cajas de pescado del mar fsic)». Pero imposible de tomar, añade,
Los instrumentos del intercambio
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En París, la vendedora de arenques y otras pescaderas en plena acción en sus puestos del merca do central de París. Estampa anónima que data de la Fronda. (Cabinet des Estampes, cliché B.N.)
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este «pescado que nos sigue por todos los lados [...]. Lo llevan todo a París»”'. Los que- sos vienen de Meaux; la mantequilla de Gournay, cerca de Dieppe, o de Isigny. Los animales para carne de los mercados de Poissy, de Sceaux y, de lejos, de Neuburgo; el buen pan de Gonesse; las legumbres secas de Caudebec en Normandía, donde cada sábado tiene lugar el mercado”... Por todo ello son necesarias una serie de medidas revisadas y modificadas sin cesar. Esencialmente se trata de asegurar la zona de abas- tecimiento directo de la ciudad, dejar que allí se desarrolle la actividad de los produc- tores, revendedores y transportistas, actores modestos todos ellos, por medio de los cua- les los mercados de la gran ctudad no cesan de ser abastecidos. Se ha alejado, pues, más allá de esta zona próxima, la actividad libre de los mercaderes profesionales. Una ordenanza de policía del Chátelet (1622) fijó en diez leguas el límite del círculo más allá del cual los mercaderes pueden ocuparse del abastecimiento del trigo; en siete le- guas, la compra de ganado (1635); en veinte leguas, la de vacas llamadas «de pasto» y de cerdos (1665); en cuatro leguas, la de pescado de agua dulce, desde principios del siglo XVIP"3; en veinte leguas, las compras de vino al por mayor”,
Existen otros muchos problemas: uno de lós más arduos es la provisión de caballos y de ganado. Se lleva a cabo en mercados tumultuosos, que, en la medida de lo po- sible, serán apartados a la periferia o fuera del recinto urbano. Lo que será posterior- mente la plaza de Vosges, espacio abandonado próximo a las Tournelles, había sido durante largo tiempo un mercado de caballos”. París está, de este modo, rodeado per- manentemente por una corona de mercados, casí de foires grasses. Uno se cierra, el otro se abre al día siguiente con la misma acumulación de hombres y de bestias. En uno de estos mercados, sin duda el de Saint-Victor, se hallan, en 1667, según testigos oculares”, «más de tres mil caballos [a la vez] y es un prodigio que haya tantos, puesto que se celebra el mercado dos veces por semana». En realidad, el comercio de caballos penetra a la ciudad entera: están los caballos «nuevos» que provienen de provincias o del extranjero, pero aún hay más de los caballos llamados «viejos», es decir «[...] que han hecho un servicio», o sea de ocasión, y de los cuales «los burgueses quieren desha- cerse [a veces] sin enviarlos al mercado», debido a lo cual prolifera una nube de agentes de venta y de herradores que hacen de intermediarios al servicio de los traficantes y de los mercaderes propietarios de cuadras. Cada barrio tiene, por otra parte, sus arrenda- dores de caballos”. Los grandes mercados de ganado provocan también enormes reu- niones en Sceaux (cada lunes) y en Poissy (cada jueves), en las cuatro puertas de la pe- queña ciudad (puerta de las Damas, del Puente, de Conflans, de París)'*. Se organiza allí un comercio muy activo de carne mediante una cadena de «tratantes» que antici- pan en los mercados el dinero de las compras (y que seguidamente se vuelven a em- bolsar), intermediarios, ojeadores (los griblins o los bátonniers) que van a comprar el ganado por toda Francia y, en fin, carniceros que no son en su totalidad pobres deta- llistas; algunos fundan incluso dinastías burguesas”?. Según una relación, en 1707 se venden cada semana en el mercado de París, redondeando las cifras, 1.300 bueyes, 8.200 corderos y casi 2.000 vacas (100.000 al año). En 1707, los tratantes «que se han adueñado a la vez del mercado de Poissy y del mercado de Sceaux se quejan de que se hayan concertado algunos mercados [fuera de su control] alrededor de París, así co- mo el de Petit-Montreuil»*.
Recordemos que el mercado de carne que abastece a París se extiende por una bue- na parte de Francia, zonas de las que la capital obtiene también, regular o irregular- mente, su trigo*!. Esta extensión plantea la cuestión de los caminos y de los enlaces —problema considerable del cual no se podrían trazar en pocas palabras ni siquiera sus líneas generales. Lo fundamental es, sin duda, la puesta en servicio, para el abasteci- miento de París, de las vías fluviales —el Yonne, el Aube, el Marne, el Oise, que van a dar al Sena, así como el mismo Sena. En su travesía de la ciudad, este río va desarro-
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llando sus «puertos» —26 en total en 1754— que son también asombrosos y amplios mercados donde todo está a mejor precio. Los dos más importantes son el puerto de Gréve, donde afluye el tráfico de la parte alta del río: trigo, vino, madera, heno (aun- que para el abastecimiento de este último parece tener la primacía el puerto de las Tu- llerías); el puerto de Saint-Nicolas*é?, que recibe las mercancías procedentes de la parte baja. Sobre el agua del río, innumerables barcos, galeras y, desde la época de Luis XIV, «barqueros», barquichuelas que están a disposición de los clientes, especie de coches de alquiler fluviales*?, similares al millar de «gondolas» que, en el Támesis, río arriba del puente de Londres, se prefieren con mucha frecuencia a las tambaleantes carrozas de la ciudad**.
Por complicado que parezca, el caso de París se acerca a otros diez o veinte casos análogos. Toda ciudad importante exige una zona de abastecimiento acorde con sus di- mensiones. Así, para el servicio de Madrid, se organiza en el siglo XVII la abusiva mo- vilización de la mayor parte de los medios de transporte de Castilla, hasta el punto de debilitar la economía entera del país$?, En Lisboa, si damos crédito a Tirso de Molina (1625), todo sería maravillosamente simple, las frutas, la nieve traída de la sterra d'Es- trela, los alimentos que llegan a través del mar complaciente: «los habitantes que se disponen a comer, sentados a la mesa, ven las redes de los pescadores llenarse de peces [...] capturados debajo de sus puertas»**, Es un placer para la vista, dice una narración de julio-agosto de 1633, contemplar en el Tajo los centenares, los millares de barcas de pesca*. Glotona, perezosa, indiferente a veces, la ciudad engulliría al mar. Pero la estampa, es demasiado bella. En realidad, Lisboa se ve continuamente en dificultades para reunir trigo para su sustento diario. Por otra parte, cuanto más poblada está una ciudad, más aleatorio es su abastecimiento. Venecia, desde el siglo XV, tiene que com- prar en Hungría la carne de vacuno que consume?*?, Estambul, que en el siglo XVI cuen- ta tal vez con 700.000 habitantes, devora los rebaños de corderos de los Balcanes, el trigo del Mar Negro y de Egipto. Sin embargo, si el violento gobierno del Sultán no prestaba ayuda, la enorme ciudad conocería miserías, carestías, hambres trágicas que, por otra parte, a lo largo de los años, no le faltaron?”.
El caso de Londres
A su modo, el caso de Londres es ejemplar. Pone en juego, mutatis mutandis, to- do aquello que podemos evocar a propósito de las metrópolis precozmente tentacula- res. Mejor iluminado que otros lugares por la investigación histórica”, permite sacar conclusiones que sobrepasan lo pintoresco o lo anecdótico; N.S.B. Gras*!, tuvo razón al ver aquí un ejemplo típico de las leyes de von Thunen sobre la organización en zo-
dres tiende a abarcar casí todo el espacio de la producción y del comercio ingleses. En el siglo XVI, en todo caso, llega hasta Escocia por el norte, hasta el canal de la Mancha por el sur, hasta el mar del Norte, cuyo cabotaje es esencial para su vida de cada día por el este, y hasta el País de Gales y Cornualles por el oeste. Pero en este espacio exis- ten regiones poco o mal explotadas —o lo que es lo mismo, reacias-— como Bristol y su región circundante. Lo mismo que para París (y corno en el esquema de Thiinen), a las regiones más alejadas les conviene el comercio de ganado: el País de Gales parti- cipaba en este negocio desde el siglo XVI, y mucho más tarde Escocia, después de su unión en 1707 con Inglaterra.
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Londres, mercado de Eastcheap, en 1598, descrito por Stow (Survey of London) como un mer- cado de carne. Los carniceros viven en las casas a cada lado de la calle y también los asadores que venden platos preparados. (Fototeca A. Colin.)
El corazón del mercado londinense lo constituyen, evidentemente, las regiones del Támesis, tierras próximas, de acceso fácil con sus vías de agua y la corona de ciudades- posadas (Uxbridge, Brentford, Kingston, Hampstead, Watford, St. Albans, Hertford, Croydon, Dartford), que se prestan al servicio de la capital, se ocupan de moler el gra- no y de exportar la harina, de preparar la malta, de extender víveres o productos ma- nufacturados en dirección a la enorme ciudad. Sí dispusiéramos de imágenes sucesivas de este mercado «metropolitano», lo veríamos expandirse, crecer de año en año, al mis- mo ritmo que crece la ciudad (en 1600, 250.000 habitantes como máximo; 500.000 o incluso más en 1700). La población global de Inglaterra no cesa tampoco de crecer, aun-
“que cori menor rapidez. ¿Cómo decirlo mejor que una historiadora, que afirma que
Londres está a punto de engullir a Inglaterra, «¿s gormg to eat up England»? ¿No de- cía el mismo Jacobo 1: «Whtth time England will only be London»?% Evidentemente, estas expresiones son a la vez exactas e inexactas. Hay en ellas algo de subestimación y algo de sobreestimación. Lo que Londres se come no es solamente el producto ínterior de Inglaterra sino también, sí puede decirse, el exterior, los dos tercios al menos, o los tres cuartos o incluso los cuatro quintos de su comercio exterior”. Pero, aunque refor- zado por el triple apetito de la Corte, del Ejército y de la Marina, Londres no devora todo, no somete todo al reclamo irresistible de sus capitales y de sus altos precios. Y de igual modo, bajo su influencia, la producción nacional crece, tanto en los campos ingleses como en las pequeñas ciudades «más distribuidoras que consumidoras»%. Hay una cierta reciprocidad en los servicios prestados.
Los instrumentos del intercambio
Lo que se construye al amparo del empuje de Londres es, de hecho, la modernidad de la vida inglesa. El enriquecimiento de sus campos próximos llega a ser evidente a los ojos de los viajeros, que ven sirvientes de albergue «que diríanse damas», tan lim- pios como bien vestidos, comiendo pan blanco, no llevando chanclos como el campe- sino francés, yendo incluso a caballo” Pero en toda su extensión, Inglaterra y a lo lejos Escocia, el País de Gales, son tocados y transformados por los tentáculos del pulpo ur- bano”. Toda región que toca Londres tiende a especializarse, a transformarse, a comer- cializarse, aunque en sectores todavía limitados, es verdad, porque entre las regiones modernizadas se mantiene con frecuencia el antiguo régimen rural, con sus granjas y sus cultivos tradicionales. Así Kent, al sur del Támesis, muy cerca de Londres, ve subir por él a los huertanos y los cultivadores de lúpulo que abastecen a la capital; pero Kent permanece siendo él mismo, con sus campesinos, sus campos de trigo, sus ganaderías, sus compactos bosques (guarida de ladrones de altos vuelos) y, algo que no engaña, la abundancia de su caza: faisanes, perdices, urogallos, codornices, cercetas, patos salva- jes... y esa especie de hortelano inglés, la moscareta, que «no tiene mucho bocado, pero no hay nada más exquisito»”.,
Otro efecto de la organización del mercado londinense es la ruptura (inevitable, vista la amplitud de la tarea) del mercado tradicional, del oper market, ese mercado público, transparente, que ponía en relación directa al productor-vendedor con el com- prador-consumidor de la ciudad. La distancia llega a ser demasiado grande entre uno y otro para ser franqueada enteramente por la gente sencilla. El mercader, el tercer hom- bre, desde largo tiempo, al menos desde el siglo XilI1, hace su aparición en Inglaterra entre el campo y la ciudad, en particular en el comercio de trigo. Poco a poco se esta- blecen cadenas de intermediarios entre el productor y el gran mercado por una parte, entre éste y los revendedores por otra, y es por estas cadenas por donde pasará la mayor parte del comercio de la mantequilla, del queso, de los productos de corral, de las fru- tas, de las legumbres, de la leche... Ante estas condiciones, las prescripciones, costum- bres y tradiciones se pierden, están retiradas. ¡Quién hubiera dicho que el vientre de Londres, o que el vientre de París iban a ser revolucionarios! Les ha bastado crecer.
Lo mejor sería hacer cálculos
Estas evoluciones serían mucho más claras para nosotros si dispusiéramos de cifras, de balances, de documentos «seriados». Ahora bien, sería posible reunirlos en gran nú- mero, como lo demuestra el mapa que hemos tomado del excelente trabajo de Alan Everitt (1967), relativo a los mercados ingleses y galeses de 1500 a 16401%; o el plano que hemos presentado de los mercados de la Generalidad de Caen en 1722; o el cons- truido para el siglo XVIII que ofrece Eckart Schremmer'"! de los mercados de Baviera. Pero estos estudios, y otros, abren solamente una vía de investigación.
Dejando de lado cinco ú seis pueblos que, por excepción, han conservado su mer- cado, se contabilizan, en la Inglaterra de los siglos XVI y XVH, 760 ciudades o burgos que tienen uno o varios mercados, y 50 en el País de Gales; en conjunto, 800 locali- dades provistas de mercados regulares. Si la población total de ambos países ronda los 5,5 millones de habitantes, cada una de dichas localidades emplea, como media, en lo que a sus intercambios se refiere, de 6.000 a 7.000 personas, mientras que agrupa en sus propios límites, también por término medio, 1.000 habitantes. De esta forma una aglomeración mercantil exigiría para la vida de sus intercambios, en total, entre seis y siete veces el volumen de su propia población. Encontramos proporciones similares en
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Los instramentos del intercambio
Area media de mercado; d [más de 100.000 acres. E de 70.001 a 100.000 acres 7 CifóA de 55.001 a 70.000 acres po E, E AC UÑA AIR NS 1 A
S S de 45.001 a 55.000 acres | A de 37.501 a 45.000 acres
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2. DENSIDAD DE LAS CIUDADES-MERCADO EN INGLATERRA Y EL PAIS DE GALES, 1500-1680
Calculando por condado la zona media servida por cada ciudad-mercado, A. Everitt obtiene de las cifras disponibles a
partir de 100.000 acres (es decir, 1.500 ha, siendo un acre igual a 150 m') en los extremos norte y oeste, hasta menos de
0.000 acres, es decir 450 ha. Cuanto más poblada está una región, más limitada es la zona de mercado. Según A. Events, «The Markes Town», en: The Agrarian History of England and Wales, p.p. ]. Thirsk, 1967, p. 497.
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Los instrumentos del intercambio
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3. LAS 800 CIUDADES-MERCADO DE INGLATERRA Y EL PAIS DE GALES, 1500-1640
Cada ciudad cuenta al menos con un mercado, normalmente varios. A los mercados habría que añadir las ferias. La mess- ma referencia que para el mapa precedente, pp. 468-473.
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Los instrumentos del intercambio
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e = 1 mercado por samana El número de ferias anuales que tienen lugar en cada localidad se ha indicado entre paréntesis LE TEILLEUL (4)
Ejemplo: = 2 mercados por semana y 4 ferias al
9 . 50 km
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Los instrumentos del intercambio
Baviera, a finales del siglo XVIl1: cuentan allí con un mercado por cada 7.300 habitan- tes?0?. Esta coincidencia no debe hacernos pensar en una regularidad. Las proporciones varían seguramente de una época a otra, de una región a otra. Y además, habría que prestar atención a la manera en que se ha efectuado cada cálculo,
En todo caso sabemos que, probablemente, habría más mercados en ia Inglaterra del siglo XI que en la Inglaterra isabelina, teniendo ésta sin embargo poco más o me- nos la misma población que aquélla. Lo cual se explica bien por una actividad mayor, por consiguiente a una difusión más amplia de cada ciudad en la época de la reina lsa- bel, o como consecuencia de un sobreequipamiento en los mercados de la Inglaterra medieval, por un afán de los señores de crear mercados por pundonor o por espíritu de lucro. En todo caso hubo en ese intervalo «mercados desaparecidos»!%, tan interesantes sin duda ellos mismos como los «despoblados» en torno de los cuales, no sin razón, la reciente historiografía ha hecho tanto ruido. Con el progreso del siglo XVI, se crean, sobre todo después de 1570, nuevos mercados, o los antiguos renacen de sus cenizas —léase de su somnolencia. ¡Cuántas disputas a cuenta suya! Se sacan los viejos planos para saber quién tiene, o tendrá, el derecho a percibir los cánones del mercado, quién asumirá los costes de su equipamiento: el farol, la campana, la cruz, la báscula, las tien- das, las bodegas o los hangares para alquilar. Y así sucesivamente.
Al mismo tiempo, a escala nacional, se traza una división de los intercambios entre mercados, según la naturaleza de las mercancías ofrecidas, según las distancias, la faci- lidad o no de los accesos y de los transportes, según la geografía de la producción y no menos del consumo. Los casi 800 mercados urbanos nombrados por Everitt se distribu-
del año 1600, el trigo por vía terrestre no viaja más alla de 10 millas, más frecuente- mente no más de 5; el ganado bovino se desplaza sobre distancias que van hata 11 mi- llas; los corderos de 40 a 70; las lanas y el tejido de lana de 20 a 40. En Doncaster, Yorkshire, uno de los 4 grandes mercados laneros, los compradores, en tiempos de Car- los I, vienen de Gainsborough (21 millas), Lincoln (40 millas), Warsop (25 millas), Pleasley (26 millas), Blankney (50 millas). En el Lincolnshtre, John Hatcher de Careby vende sus corderos en Stanford, sus bueyes o sus vacas en Newark, compra sus novillos
tividades exclusivas: 133, al mercado del trigo; 26, al de la malta; 6, al de las frutas; 92, al del ganado bovino; 32, al de los corderos; 13, al de los caballos; 14, al de los cerdos; 30, al del pescado; 21, a los de la caza y de las aves; 12, a los de la mantequilla y del queso; más de 30, al comercio de la lana en bruto o hilada; 27 o más, a la venta de tejidos de lana; 11, a la de los productos del cuero; 8, a la del lino; 4, al menos, a la del cáñamo. Sin contar especialidades menudas y cuando menos inesperadas: Wymondham se limita a las calderas y grifos de madera.
4. MERCADOS Y FERIAS DE LA GENERALIDAD DE CAEN EN 1725
Mapa dibujado por G. Arbellot, según los Archivos Provinciales de Calvados (C 1358 legajo). J.-C. Perrot me ha indi- cado seis ferias suplementarias (Saint-Jean-du-Val 1, Berry 2, Mortaín 1, Vassy 2), no señaladas en este mapa. En total 197 ferias, la mayor parte de las cuales dura un día, algunas dos o tres días, la gran feria de Caen 15 días. Es decir, en total, 235 días de feria al año. Enfrente, un total de 85 mercados por semana, es decir, 4.420 días de mercado al año. La pobla- ción de la generalidad está comprendida pues entre 600 y 620.000 personas. Su superficie es de unos 11.524 km". Relacio- nes análogas permitirían comparaciones útiles en todo el territorio francés.
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La granjera va al mercado a vender aves vivas. Ilustración de un manuscrito del British Museum de 1598 (Eg. 1222, f. 73). (Fototeca A. Colin.)
Desde luego, la especialización de los mercados se va a acentuar en el siglo XVIII, y no solamente en Inglaterra. Así, sí tuviéramos la posibilidad de fijar estadísticamente las etapas de dicha especialización en el resto de Europa, obtendríamos una especie de mapa del crecimiento eutopeo que sustituiría Útilmente a los datos puramente descrip- tivos de que disponemos.
Sin embargo —y es la conclusión más importante que se deduce de la obra de Eve- ritt— con el crecimiento demográfico y el resurgir inglés de los siglos XVI y XVI, este equi- pamiento de los mercados regulares se revela inadecuado, a pesar de la especralización y de la concentración y a pesar de la cantidad considerable de ferias, que es otro medio tradicional de intercambio sobre el cua) volveremos'**. El aumento de los intercambios favorece el recurso a nuevos canales de circulación, más libres y más directos. El creci- miento de Londres contribuye a ello, lo hemos visto ya. De ahí la fortuna de lo que Alan Everitt llama, a falta de un término mejor, el private market, el cual no es en verdad más que una manera de esquivar el mercado público, el open market, estre- chamente vigilado. Los agentes de este mercado privado son frecuentemente grandes mercaderes ambulantes, entiéndase buhoneros o prestamistas: éstos llegan hasta las co- cinas de las granjas a comprar por adelantado el trigo, la cebada, los corderos, la lana, las aves, las pieles de conejo y de cordero. Se da de esta forma un desbordamiento del mercado hacta los pueblos. A menudo, estos advenedizos tienen sus sedes en los al- bergues, esos sustitutos de mercados que empiezan a desempeñar un papel muy im- portante. Van con gran ajetreo de un condado a otro, de una ciudad a otra, ajustan aquí con un tendero, allí con un prestamista o un mayorista. También ellos llegan a
Los instrumentos del intercambio
desempeñar el papel de mayoristas, intermediarios en todos los géneros, dispuestos con la misma facilidad a suministrar cebada a los cerveceros de los Países Bajos que a com- prar, en el Báltico, centeno que les solicitan en Bristol. A veces se asocian dos O tres con el fin de dividir los riesgos.
Los procesos que se entablan hablan bien a las claras de hasta qué punto son de- testados y aborrecidos estos advenedizos a causa de sus astucias, por su intransigencia y su dureza. Estas nuevas formas de intercambio están regidas por un simple billete que compromete indefinidamente al vendedor (el cual frecuentemente no sabe leer), ocasionándole confusiones e incluso dramas. Pero, para el mercader que arrea sus ca- balgaduras o supervisa el embarque de grano a lo largo de los ríos, el duro oficio de itinerante tiene sus atractivos: atravesar Inglaterra, de Escocia a Cornualles, volver a en- contrarse con los amigos o compadres de albergue en albergue, tener el sentimiento de pertenecer a un mundo de negocios inteligente o intrépido —todo ello ganándose bien la vida. Es ésta una revolución que, desde la economía, se comunica al compor- tamiento social. No es por azar, piensa Everitt, que estas nuevas actividades se desarro- llen al mismo tiempo que se afirma el grupo político de los Independientes. Al salir de la guerra civil, cuando los caminos y vías se abren al paso de muevo hacía 1647, Hugh Peter, un habitante de Cornualles, predicador. exclama: «¡Oh, qué feliz cam- bio! Ver a las gentes circular de nuevo desde Edimburgo hasta Land's End en Cornua- lles sin ser detenidas a nuestra misma puerta; ver las grandes rutas animadas otra vez; oír al carretero que silba para animar a su reata, ver el correo semanal en su trayecto habitual, o ver las colinas que se alegran, los valles que ríen»!
rdad inglesa, rdad europea
El private market, no es solamente una realidad de Inglaterra. También en el con- tinente parece que el mercader vuelve a tomarle gusto a la itinerancia. El sabio y activo Bálois, Andreas Ryff, que no dejó de 1r y venir a todas partes durante la segunda mitad del siglo XVI —una media de treinta viajes por año— decía de sí mismo: «Hab wenzg Rub gebabt, dass mich der Sattel nicht an das Hinterteil gebrannt hat», he tenidoran poco descanso que la montura no ha dejado de calentarme las posaderas!%, No es fátjl, es verdad, en la situación en que se encuentra nuestra información, distinguir siempre entre los foráneos que van de feria en feria y los mercaderes deseosos de comprar en las fuentes mismas de la producción. Pero es seguro que, casi por todas partes en Eu- ropa, el mercado público se revela insuficiente y demasiado vigilado y, hasta donde po- demos llegar en esta observación, se utilizan, o se van a utilizar, rodeos y vías oblicuas.
Una nota del Tratado de Delamare señala, en abril de 1693, en París, los fraudes de mercaderes foráneos «que, en lugar de vender sus mercancías en las lonjas o en los mercados públicos, las han vendido en hosterías [...] y fuera»! Ofrece, además, un inventario minucioso de todos los medios que emplean los molineros, panaderos, car- niceros, mercaderes y almacenistas que se sirven de prácticas abusivas o improvisadas para abastecerse a menor precio y en detrimento de los suministros normales en los met- cados!%. Ya hacia 1385, en Evreux, Normandía, los defensores del orden público de- nuncian a los productores y revendedores que se entienden «escuchándose con la oreja cerca, hablando bajo, por señas, por medio de palabras extrañas o encubiertas». Otra excepción a la regla; los revendedores van donde los campesinos y les compran sus ar- tículos «antes que lleguen a Les Halles»"” De la misma forma, en Carpentras, en el siglo XVI, los rébétieres (mercaderes de legumbres) van a los caminos a comprar a bajo precio las mercancías que llevan al mercado''”. Es ésta una práctica corriente en todas
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La vendedora de verduras y su asno. «Estupendas acelgas (especie de hortaliza de la cual sólo se consumen las hojas), bonitas espinacas.» Grabado en madera del siglo XVI. (Colección Violet.)
las citudades!'!. Ello no impide que en Londres, en pleno siglo XVIII, en abril de 1764, esta práctica se denuncie como fraudulenta. El gobierno, dice una correspondencia -di- plomática, «debería al menos tomar algún cuidado respecto a las murmuraciones que levanta entre el pueblo la excesiva carestía de las provisiones de boca; y más aún cuan- do estas murmuraciones están fundadas en un abuso que puede ser imputado justa- mente a los que gobiernan [...] porque la principal causa de esta carestía [...] es la avi- dez de los monopolizadores, de los cuales pululan muchos en esta capital. No ha mu- cho se han puesto a la tarea de anticiparse a los mercados, corriendo al encuentro del campesino y comprando distintos géneros que éste lleva, para revenderlos al precio que crean conveniente...»!!?. «Perniciosa ralea», dice incluso nuestro testigo. Pero es una ra- lea que se encuentra por doquier.
Y por todas partes también, múltiple, copioso, perseguido en vano, el verdadero contrabando se burla de los reglamentos, de las aduanas, de los atbitrios. Las telas es- tampadas de las Indias, la sal, el tabaco, los vinos, el alcohol; todo es bueno para él. En Dole, en el Franco Condado (1 de julio de 1728), «el comercio de las mercancías de contrabando se hacía públicamente ya que un mercader había tenido el atrevi- miento de intentar acciones para hacerse pagar con el precio de toda clase de mercan- cías»!13, ¿Aunque Vuestra Grandeza», escribe uno de los agentes a Desmaretz (el últi- mo de los controladores generales del largo reinado de Luis XIV), «pusiera una armada en todas las costas de Bretaña y de Normandía, no podría jamás evitar los fraudes»'*!,
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Mercados y mercados: el mercado del trabajo.
El mercado directo o indirecto, el intercambio multiforme, no cesan de trastornar las economías, incluso las más estables. Las agitan; otros dirían: las vivifican. En todo caso, un buen día, lógicamente todo pasará por el mercado, no solamente los produc- tos de la tierra o de la industria, sino también los bienes raíces, el dinero, que se des- plaza más rápidamente que ninguna otra mercancía, el trabajo, la aflicción de los hom- bres, por no decir el hombre mismo.
Claro está que en la ciudades, burgos o pueblos han existido siempre transacciones de casas, terrenos para construir, viviendas, tiendas, alojamientos de alquiler. Lo inte- resante no es establecer, documentos en mano, que se vendan casas en Génova en el siglo XII1''*, o que en la misma época, en Florencia, se alquilen los terrenos sobre los
que luego se construirán las casas!!'*, Lo importante es ver multiplicarse estos intercam- bios y estas transacciones, ver bosquejarse mercados de inmobiliarias que auspician un buen porvenir al empuje de la especulación. Para ello, es preciso que las transacciones hayan alcanzado cierto volumen. Es esto lo que establecen, desde el siglo XVI, las va- riaciones de alquileres en París (incluidos los de las tiendas): sus precios no dejan de aumentar en las sucesivas olas de la coyuntura y de la inflación!'”. Esto lo prueba tam- bién, por sí solo, un simple detalle: en Cesena, ciudad pequeña en medio de las ri- quezas agrícolas del Emilie, un contrato de arrendamiento de tienda (17 de octubre de 1622), conservado por azar en la biblioteca municipal, está estipulado en un im- preso previo: fue suficiente cubrir los espacios en blanco, después firmar!**, Las espe- culaciones tienen un acento más moderno todavía: los «promotores» y sus clientes no datan de nuestros días. En París, se pueden seguir en parte, en el siglo XVI, en el es- pacio durante mucho tiempo vacío del Pré-aux-Clercs!!?, en las orillas del Sena, o en el espacio no menos vacío de las Tournelles, donde el consorcio que dirige el presiden- te Harlay, a partir en 1594, emprende la fructífera construcción de las magníficas casas de la actual plaza de los Vosges: serán alquiladas después a las grandes familias de la nobleza!?. En el siglo XVII, marchan a buen ritmo las especulaciones en las zonas co- lindantes al arrabal de Saint-Germain, y sin duda en otros lugares!”!. Bajo Luis XV y Luis XVI, al llenarse de obras la capital, el negocio inmobiliario conoce días mejbres todavía. En agosto de 1781, un veneciano informa a uno de sus corresponsales“que el bello paseo del Palacio Real, en París, ha sido destruido, sus árboles cortados «2ox2m0s- tante le mormoraziont di tutra la cittá»; el duque de Charttres tiene el proyecto, en efecto, «de levantar allí casas y ponerlas en alquiler...»!2,
En lo que se refiere a los bienes raíces, la evolución es la misma. El mercado acaba por tragarse la «tierra». En Bretaña, desde finales del siglo XVIII*?*, y sin duda en otros lugares, y no cabe duda que aún más temprano, los señoríos se venden y se revenden. En Europa disponemos, a propósito de la venta de bienes raíces, de reveladoras series de precios!?* y de numerosas referencias sobre su alza regular. Así en España, en 1558, según un embajador veneciano!?, «...¿ beni che si solevano lasciare a otto e diecí per cento s vendono a cuatro e cinque»: los bienes (las tierras) que habitualmente se ce- dían al 8 o al 10%, es decir 12,5 ó 10 veces su renta, se venden al 4 y al 5%, es decir a 25 Ó 20 veces su renta, han doblado su valor «con la abundancia de dinero». En el siglo XVIII, los arrendamientos de señoríos bretones se negocian a partir de Saint-Malo y de sus grandes mercaderes gracias a cadenas de intermediarios que suben hasta París y la Ferme Generale". Las gacetas recogen también los anuncios de propiedades en venta!?”. La publicidad aquí no va a la zaga. En todo caso, con o sin publicidad, a tra- vés de Europa entera, la tierra no cesa, por medio de compras, ventas y reventas, de
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cambiar de manos. Evidentemente, este movimiento está ligado por doquier a la trans-y- formación económica y social que desposee a los antiguos proptetarios, señores o cam- pesinos, en beneficio de los ciudadanos nuevos ricos. Ya en el siglo XIH, en la le-de- Francia, se multiplican los «señores sin tierra» (la expresión es de Marc Bloch) o los «se- ñoríos de tapadillo», como dice Guy Fourquin'?.
Sobre el mercado del dinero, a corto y a largo plazo, volveremos extensamente: está en el corazón del crecimiento europeo y es significativo que no se haya desarrollado por todas partes al mismo ritmo o con la misma eficacia. Lo que es universal, por el contrario, es la actuación de los prestamistas de fondos y de redes de usureros, lo mis- mo los judíos que los lombardos "que los ¿ahorsinos, o que, en Baviera, los conventos que se especializan en préstamos a los campesinos!?”. Cada vez que tenemos datos a nuestra disposición, la usura está allí, gozando de buena salud. Esto es así en todas las civilizaciones del mundo.
En cambio, el mercado a plazo del dinero no puede existir más que en zonas de economía ya muy avanzada. Desde el siglo XIII, este mercado se presenta en Italia, en Alemania, en los Países Bajos. Todo concurre allí para crearlo: la acumulación de ca- pitales, el comercio a larga distancia, los artificios de la letra de cambio, los «títulos» de una deuda pública que pronto se crean, las inversiones en las actividades artesanales e industriales o en las construcciones navales, o en los viajes de las maves que, en au- mento desmesurado desde antes del siglo XV, dejan de ser propiedades individuales. Luego, el gran mercado del dinero se desplazará hacia Holanda. Más tarde hacia Londres.
Pero de todos estos mercados dispersos, el más importante, según la óptica de este libro, es el del trabajo. Dejo de lado, como Marx, el caso clásico de la esclavitud, lla- mado sin embargo a prolongarse y a resurgir! El problema, para nosotros, está en ver cómo el hombre, o al menos su trabajo, se convierte en una mercancía. Un espíritu fuerte, como Thomas Hobbes (1588-1679), puede ya decir que «el poder [nosotros di- ríamos la fuerza de trabajo] de cada individuo es una mercancía», una cosa que se ofre- ce normalmente al intercambio en el seno de la concurrencia del mercado'”**; no obs- tante, no es ésta todavía una noción muy familiar en la época. Y me gusta esa reflexión incisiva de un oscuro cónsul de Francia en Génova, sin duda un espíritu retrasado con respecto a su época: «Es la primera vez, Monseñor, que oigo afirmar que un hombre puede ser tenido por moneda.» Ricardo escribirá muy llanamente: «El trabajo, así co- mo todo aquello que se puede comprar o vender...»!2,
Sin embargo, no hay duda de esto: el mercado del trabajo —como realidad, si no como concepto— no es una creación de la era industrial. El mercado del trabajo es aquel en el que un hombre, no importa de dónde venga, se presenta despojado de sus tradicionales «medios de producción» suponiendo que los haya poseído alguna vez: una tierra, un oficio a desempeñar, un caballo, un carro... No tiene más que ofrecer que sus manos, sus brazos, su «fuerza de trabajo». Y naturalmente su habilidad. El hombre que se alquila o se vende de esa manera pasa por el agujero estrecho del mercado y se sale de la economía tradicional. El fenómeno se presenta con una claridad poco habi- tual en lo que concierne 2 los mineros de la Europa Central. Artesanos independientes por largo tiempo, que trabajan en pequeños grupos, se ven obligados, en los siglos XV y XVI, a pasar por el control de los mercaderes, los únicos capaces de aportar el dinero necesario para las inversiones considerables que exige el equipamiento de las minas pro- fundas. Se convierten en asalariados. La palabra decisiva, ¿no la pronunciaron en 1549 los concejales de Joachimsthal, la pequeña ciudad minera de Bonemia: «El uno da el dinero, el otro hace el trabajo» (Der eine gibt das Geld, der andere tut die Arbeit)? ¿Qué mejor fórmula podría darse del enfrentamiento precoz entre el Capital y el Tra- bajo!??? Es verdad que el salariado, una vez presente, puede hacerse desaparecer, lo
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cual se produce en los viñedos de Hungría: en Tokai por el año 1570, en Nagybanyn
en 1575, en Szentgyórgy Bazin en 1601, por todas partes se restablece la servidumbre campesina!*. Pero esto es peculiar de la Europa del Este. En el Oeste, las transiciones hacia el salariado, fenómeno irreversible, han sido frecuentemente precoces y, sobre to- do, más numerosas de lo que de ordinario se dice.
Desde el siglo XIII, la plaza de Gréve, en París, y en sus cercanías la plaza «Jurée» hacia Saint-Paul-des-Champs y la plaza del presbiterio de Saint-Gervais, «cerca de la ca- sa de la Conserve», son lugares habituales de contrata*?. Con fecha de 1288 y 1290, han sido conservados curiosos contratos de trabajo para una ladrillería de los alrededores de Plaisance,'en Lombardía!”. Entre 1253 y 1379, apoyado por documentos, el campo por- tugués tiene ya sus jornaleros!? En 1393, en Auxerre!*%*, en Borgoña, unos viñadores van a la huelga (recordemos que la ciudad está en aquel entonces inmersa en su Mitad en la vida agrícola y que la viña es objeto de una especie de industria). El incidente nos hace ver que todos los días del verano, en una plaza de la ciudad, jornaleros y con- tratístas se encuentran al salir el sol, estando los contratistas representados frecuente- mente por una especie de contramaestres, los closzers. Es uno de los primeros mer- cados del trabajo que nos es dado entrever, con las pruebas en la mano. En Hambur- go, en 1480, los Tagelóbrer, trabajadores de jornada, se reunían en la Trostbricke en busca de un maestro. Se da allí ya «un mercado transparente de trabajo»!”. En tiempos de Tallemant des Réaux, «en Aviñón los criados de alquiler se encontraban en el puen- te»!%. Existían otros mercados, aunque no fuera más que en las ferias, las «contratas» (a partir de San Juan, de San Miguel, de San Martín, de Todos los Santos, de Navidad, de Pascua...*11), donde criados, siervos de granja, se presentan al examen de los ajus- tadores (grandes terratenientes o señores como el señor de Gouberville*””), como el ga-
de junio) es también el día de ajuste de los eriados'%, En las cosechas, en las vendi- mías, surge por todas partes una mano de obra suplementaria y la remuneración se ajus- ta, según la costumbre, en dinero o en especie. Estamos seguros de que se trata de un enorme movimiento: de cuando en cuando una estadística'% lo afirma con fuerza. O bien se trata de una microobservación precisa, así alrededor de una pequeña ciudad de Anjou, Cháteau-Gontier, en los siglos XVII y XVIn:%, que muestra el pulular de «jor- naleros» para «abatir, aserrar, talar el bosque; podar la viña, vendimiar; escardar, cávar, cultivar [...], sembrar las legumbres; segar y acarrear el heno; segar el trigo, agavillar la paja, aventar el grano, limpiarlo...». Un informe relativo a París! menciona, sólo para los empleos del puerto del heno, «empleados del puerto, costaleros, calibradores, fletadores, agavilladores, gente de jornada...». Estas listas, y otras análogas, nos dejan entrever cómo, detrás de cada palabra, es necesario imaginar, en una sociedad urbana o campesina, un trabajo asalariado más o menos duradero. Es sin duda en los campos, donde vive la mayor parte de la población donde hay que imaginar lo esencial, en cuan- to al número, del mercado del trabajo. Otra gran contrata que ha creado el desarrollo del Estado moderno es la de los soldados mercenarios. Se sabe dónde comprarlos, ellos saben dónde deben verderse: es la regla misma del mercado. Del mismo modo, para los criados, los de oficio, los de librea, con su jerarquía precisa, existieron bastante pron- to una especie de agencias de colocación, en París desde el siglo XIV, en Nuremberg seguramente desde 1421'*.
Con el paso del tiempo, los mercados del trabajo se formalizan, sus reglas se hacen más claras. Le Livre commode des adresses de Paris pour 1692 de Abraham del Pradel (seudónimo de un cierto Nicolas de Blégny), da a los parisinos informaciones de este género!“: ¿quiere usted sirvienta?; vaya a la calle de la Vannerie, al «despacho de las
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recomendaciones»; usted encontrará un criado en el Mercado Nuevo, un cocinero «en la Gréve». ¿Quiere usted un «mozo»? Si usted es comerciante, vaya a la calle Qincam- poix; sí es cirujano, a la calle de los Cordeleros; si boticario, a la calle de la Huchette; los albañiles y peones «imousins» oftecen sus servicios en la Gréve; sin embargo, los «cordeleros, cerrajeros, carpinteros, toneleros, arcabuceros, tostadores y otros, se con- tratan ellos mismos presentándose en las tiendas».
En su conjunto, es cierto que la historia del asalariado permanece mal conocida. | No obstante, hay indicios que indican la amplitud creciente de la mano de obra asa- lariada. En Inglaterra, bajo los Tudor, «está probado que [...] más de ta mitad, léase las dos terceras partes de los sirvientes domésticos, recibían al menos parte de sus imgre- sos bajo forma de salarios»!%%, A principios del siglo XVII, en las ciudades hanseáticas, notoriamente es Stralsund, la masa de asalariados no deja de aumentar y acaba por re- presentar en total el 50% al menos de la población'*!. Para París, en vísperas de la Re- volución, la cifra sobrepasaría el 50% *%?,
Es preciso, claro está, que la evolución llevada a cabo después de tanto tiempo al- cance su término; incluso es muy necesario. Turgot se lamenta de ello en un incidente: «no hay una movilidad del trabajo —dice— como hay una circulación del dinero»!”. Mientras tanto el movimiento está en marcha, y camina hacia todo lo que el porvenir puede comportar en este dominio de cambio, de adaptación, también de sufrimientos.
En efecto, ¿quién dudaría que el paso al trabajo asalariado, cualesquiera que sean sus motivos y beneficios económicos, va acompañado de una cierta degradación social? En el siglo XVI! tenemos pruebas de ello en las múltiples huelgas'** y la evidente 1n- quietud obrera. Jean-Jacques Rousseau habló de esos hombre que «si son humillados, tienen enseguida hecho el equipaje, recogen sus brazos y se van»!”. ¿Ha nacido esta susceptibilidad, esta conciencia social, verdaderamente de las premisas de la gran in- dustria? Ciertamente, no. En Italia, tradicionalmente, los pintores son artesanos que trabajan en sus talleres con empleados, que son frecuentemente sus propios hijos. Co- mo los comerciantes, ellos tienen libros de cuentas: poseemos los de Lorenzo Lotto, de Bassano, de Farinati, de Guerchin'%, Solamente el patrón del taller es un comerciante, en contacto con los clientes de los que acepta los encargos. Las ayudas, comprendidos los hijos, prontos ya a rebelarse, son en el mejor de los casos asalariados. Dicho esto, se comprenderán fácilmente las confidencias de un pintor, Bernardino India, a su corres- ponsal Scipione Cibo: artistas bien instalados, Alessandro Acciaioli y Baldovini, han querido tomarle a su servicio. El ha rehusado, por querer conservar su libertad y no querer abandonar sus propios negocios «por un vil salario»! ¡Y esto en 1590!.
El mercado es un límite, y que se desplaza
El mercado, en verdad, es un límite, como una división entre aguas fluviales. No se vivirá de la misma forma según estemos a un lado o al otro de la barrera. Estar con- denado a abastecerse Únicamente en el mercado es el caso, entre otros mil, de esos obre- ros de la seda de Messina'%, inmigrados a la ciudad y prisioneros de su abastecimiento (mucho más todavía que los nobles o los burgueses que poseen a menudo una tierra en las afueras, una huerta, y por tanto recursos personales). Y si estos artesanos están cansados de comer el mal «trigo de la mar» medio podrido del que está hecho el pan que les venden caro, podrán al menos (y a ello se deciden hacia 1704) 1r a Catane o a Milazzo para cambiar de empleo y de mercado donde alimentarse.
Para los no acostumbrados, los cuales suelen estar excluidos o alejados del merca- do, éste se les oftece como una especie de fiesta excepcional, como un viaje, casí como
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Hungría, siglo XVHL, se lleva un cerdo al Colegio de Debrecen. (Documento del autor.)
una aventura. Es la ocasión de «presumir», como dice el español, de dejarse ver, de pa- vonearse. El marinero, explica un manual comercial de mediados del siglo Xv'”, es con frecuencia muy rudo; tiene «el espíritu tan burdo que cuando bebe en la taberna o com- pra el pan en el mercado se cree importante»; es el mísmo caso de aquel soldado es- pañol!% que, entre dos campañas, vaga por el mercado de Zaragoza (1645) y se queda extasiado ante los montones de atún fresco, de truchas asalmonadas, de centaneres de pescados diversos extraídos del mar o del río próximo. ¿Pero qué comprará finalmente con las monedas que tiene en el bolsillo? Algunas sardinas salpesadas, amazacotadas en sal, que la patrona de la taberna de la esquina asará para él y que constituirán su festín, regadas con vino blanco.
Desde luego, queda la vida campesina como zona, por excelencia, fuera (o al me- nos medio fuera) del mercado; es la zona del autoconsumo, de la autosuficiencia, del replegamiento sobre sí. Los campesinos se contentan, a lo largo de la vida, con lo que han producido con sus propias manos o con lo que los vecinos les proveen 2 cambio de algunos géneros o servicios. Ciertamente, son numerosos los que vienen al mercado de la ciudad o del burgo. Pero se contentan con comprar la indispensable reja de hierro de su arado o con procurarse el dinero para sus censos o sus impuestos vendiendo hue- vos, un pan de manteca, algunas aves o legumbres; no están ligados al intercambio del mercado. No hacen más que rozarlo. Como esos campesinos normandos «que llevan 15 ó 20 sueldos de género al mercado y que no pueden entrar en una taberna que no les cuesta tanto...»!%. Frecuentemente un pueblo no se comunica con la ciudad sino por medio de un comerciante de dicha ciudad, o por intermedio del arrendatario del señorío del lugar!*,
Frecuentemente se ha señalado esta vida aparte, cuya existencia nadie puede negar.
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Pero no hay en ello grados y, menos aún, excepciones. Buen número de campesinos acomodados utilizan el mercado plenamente: los arrendatorios ingleses en situación de comercializar sus cosechas, que mo tienen necesidad cada invierno de hilar y tejer su lana o su cáñamo, que son clientes regulares del mercado al tiempo que sus abastece- dores; los campesinos de pueblos grandes apiñados o dispersos por las Provincias Uni- das (á veces cuentan con 3.000 ó 4.000 habitantes), productores de leche, carne, tocino, quesos, plantas Industriales, compradores de trigo y de leña; los ganaderos de Hungría que exportan sus rebaños hacia Alemania y hacia Italia y que, también ellos, compran el trigo que les falta; todos los campesinos hortelanos de los arrabales suburbanos a los cuales se refieren con gusto los economistas, atrapados en la vida de la gran ciudad, enriquecidos por ella: la fortuna de Montreuil, cerca de París, debido a sus huertos de melocotoñeros, hace soñar a Louis Sébastien Mercier! (1783); ¡y quién no conoce el desarrollo de tantos centros abastecedores alrededor de Londres, o de Burdeos, o dé An- gulema!*%. Existen; sin duda, excepciones en la escala de un mundo campesino que representa el 80 o el 90% de la población de la tierra. Pero nó olvidemos que in- cluso los campos pobres están contaminados por una economía insidiosa. Las piezas de numerario les llegan por diversos conductos que desbordan el mercado propiamente di- cho. Á esto se dedican los mercaderes itinerantes, los usureros del burgo o del pueblo (perisamos en los usureros judíos de los campos del norte de Italia), los promotores. de industrias rurales, los burgueses y los arrendatarios enriquecidos a la búsqueda de mano de obra para la puesta en valor de sus tierras, o los tenderos de aldea...
Lo dicho no impide que, teniendo todo en cuenta, el mercado en sentido estricto sigue siendo, para el historiador de la economía antigua, un test, un «ifidicador» cuyo valor no desestimará nunca. Bistra A. Cvetkova no tiene reparo en deducir de aquí una especie de escala graduada, en ponderar el peso económico de las ciudades búlgaras que rodean el Danubio basándose en la importancia de las tasas cobradas por las ventas en el mercado, hallando que las tasas son pagadas en aspros de plata y que ya existen mercados especializados!“. Dos o tres notas a propósito de Jassy, en Moldavia, indican que la crudad, en el siglo XVII, posee «siete lugares donde se despachan las mercan- cías, algunos de los cuales tienen el nombre de los principales productos que allí se ven- den, así la feria de las cubas, la feria de las harinas...»**. Se revela aquí cierta división de la vida mercantil. Arthur Young va más lejos. Saliendo de Arras, en agosto de 1788, se encuentra «al menos un centenar de asnos, cargados [...] aparentemente con fardos ligeros, y un enjambre de hombres y mujeres», con los cuales nutrir abundantemente el mercado. Pero «una gran parte de la mano de obra rural está ociosa de esta manera en medio de la cosecha para abastecer a una ciudad que en Inglaterra sería abastecida por cuarenta veces menos gente. Cuando semejante enjambre de callejeros pulula por un mercado, estoy por asegurar», concluye, «que la propiedad de bienes raíces está di- vidida en exceso»!ó8. ¿Serían entonces los mercados poco poblados, donde no había di- versión ni callejeo, el auténtico signo de la economía moderna?
Mercado de Amberes. Maértio anónimo de finales del siglo XVI. Musée Royal des Beaux-Arts de Amberes. ( Copyright A.C.L., Bruselas .)
Los instramentos del intercambio
Por debajo del mercado
Á medida que la economía mercantil se expande y presiona la zona de las activi- dades próximas e inferiores, se da un agrandamiento de los mercados, el desplazamien- to de una frontera, la modificación de las actividades elementales. Ciertamente el di- nero, en el campo, constituye raramente un verdadero capital. Se emplea en la compra de tierras y, a través de estas compras, tiende a la promoción social; más todavía, se atesora: pensemos en las monedas de los collares femeninos en Europa Central, en los cálices y las patenas de los orfebres ciudadanos de Hungría!*, en las cruces de oro de los campesinos de Francia en vísperas de la Revolución Francesa'””, El dinero, no obs- tante, desempeña su papel destructor de los valores y equilibrios antiguos. El campe- sino asalariado, cuyas cuentas se llevan en el libro del patrono, aunque los adelantos por parte de su patrón sean tales que no le quede a éste, por así decir, nunca dinero contante én las manos a fin de año?”!, se habituó a contar en términos monetarios. Á la larga, se da aquí un cambio de mentalidad. Un cambio de las relaciones laborales que facilita las adaptaciones a la sociedad moderna, pero que no juega nunca en favor de los más pobres.
+ Nadie ha demostrado mejor que un joven historiador de la economía del País Vas- co, Emiliano Fernández de Pinedo”, en qué medida la propiedad y la población ru- rales se encuentran afectadas por la progresión inexorable de la economía de mercado. En el siglo XviIr, el País Vasco tiende, mal que bien, a convertirse en un «mercado na- cional», de donde se deduce una comercialización creciente de la propiedad rural; fi- nálmeénte, pasan por el mercado lá tierra de la Iglesia y la tierra similarmente intoca- ble, en principio, de los mayorazgos. La propiedad de bienes raíces, de golpe, se con- centra en poc manos y se Opera un ia creciente de los campesinos ya
que, cal crecer, ha hiovocada estos remolinos con resultados irreversibles. Esta evolución reproduce, mutatis mutandis, el proceso que mucho antes había desembocado en las grandes explotaciones de los «granjeros» ingleses. De este modo, el mercado colabora en la grande histoire. Aun el más modesto'.es “un escalón de la jerarquía económica, el más bajo sin duda. Así pues, cada vez que el. mercado está ausente o es insignificante, que el dinero contante, demasiado raro, tiene un valor como explosivo, la observación se encuentra en el plano cero de la vida de los hombres, allí donde cada uno se ve obligado a producir casi todo. Buen número de sociedades campesinas de la Europa preindustrial vivían todavía en este nivel, al mar- gen de la economía de mercado. Un viajero que se aventurase por ella podía, con al- gunas monedas de plata, adquirir todos los productos de la tierra a precios irrisorios. Y no es necesario, para toparse con tales sorpresas, ir como Maestre Manrique'”? hasta el país de Arakán, hacia 1630, para tener donde elegir treinta gallinas por cuatro rea- les, o cien huevos por dos reales. Es suficiente con apartarse de las grandes rutas, zam- bullirse en los senderos de montaña, encontrarse en Cerdeña, o pararse en una zona imhabitual de la costa de Istria. Ciertamente, la vida del mercado, tan fácil de captar, desvela demasiado frecuentemente al historiador una vida subyacente, mediocre pero autónoma, a menudo autárquica o que tiende.a serlo. Se trata de otro mundo, otrá economía. otra sociedad,.otra cultura. De ahí el interés de tentativas como las de Mi- chel Morineau'”* o de Marco Cattini"*; uno y otro muestran lo que sucede por debajo del mercado, lo que se escapa y lo que valora, en suma, el lugar del autoconsumo ru- ral. En ambos casos, el trayecto del historiador ha sido el mismo: un mercado de grano
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Los instrumentos del intercambio
es, por una parte, el espacio poblado que depende de este mercado; por otra parte, la demanda de una población cuyo consumo puede ser calculado a partir de reglas cono- cidas con antelación. Si, además, conozco la producción local, los precios, las cantida- des que desembocan en el mercado, las que se consumen allí y las que se exportan o se importar, puedo imaginar lo que ocurrirá; o lo que debe ocurrir, por qZebajo del mercado. Michel Morineau, para su trabajo, partió de una ciudad media, Charleville; Marco Cattini de un burgo del Modenese, más próximo éste a la vida rural, en una región un poco apartada.
Yves-Marie Bercé'” lleva a cabo una tarea semejante, pero a través de medios di- ferentes, en su reciente tesis sobre las revueltas de los croguarts en Aquitania en el sí- glo XVI. A la luz de estas revueltas, reconstruye las mentalidades y las motivaciones de una población que escapa demasiado frecuentemente al conocimiento histórico. Á mí me gusta especialmente lo que dice acerca de la gente violenta de las tabernas de pueblo, esos lugares de expansión.
En pocas palabras, el camino está abierto. Aunque puedan variar los métodos, me- dios y puntos de vista (ya lo sabemos), queda claro que no habrá historia completa, sobre todo historia rural digna de este nombre, sí mo es posible investigar sistemática- mente la vida de los hombres por debajo del nivel del mercado.
Las tiendas
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La primera competencia a los mercados (aunque el intercambio saca de ello prove- cho) ha sido la de las tiendas. Células restringidas, innumerables, son otro instrumento elemental del intercambio. Análogas y diferentes, porque el mercado es discontinuo mientras que la tienda funciona casi sin interrupción. En principio al menos, porque la regla, si es que existe regla alguna, admite muchas excepciones.
Así se traduce a menudo por mercado la palabra soxX£h, propia de las ciudades mu- sulmanas. Ahora bien, el soxkh no es con frecuencia más que una calle bordeada de tiendas, espectalizadas todas en un mismo comercio, como las hubo de igual modo en otros tiempos en todas las ciudades de Occidente. En París, las carnicerías vecinas a Saint-Étienne-du-Mont, desde el siglo XII, habían hecho poner a la calle de la Mon- tagne-Saint-Geneviéve el nombre de calle de los Carniceros? En 1656, siempre en Pa- rís, «al lado de los mataderos de Saint-Innocent (szc]... todos los comerciantes de hierro, latón, cuero y hierro blanco tienen allí sus tiendas»'”*. En Lyon, en 1643, «se encuen- tran las aves en tiendas especiales, en la Poulaillerie, calle de Saint-Jean»"”? Están tam- bién las calles de las tiendas de lujo (véase el plano de Madrid, p. 39), así la Mercería de la plaza de San Marcos en el puente de Rialto, que es capaz, dice un viajero (1680), de dar una gran idea de Venecia!*%, o esas tiendas en la zona norte del Viejo-Puerto en Marsella donde se despachan las mercancías del Levante y «tan concurridas que en un espacio de veinte pies cuadrados», hace notar el presidente de Brosses, «se alquilan quinientas concesiones»'*!. Estas calles constituyen una especie de mercados es- pecializados.
Otra excepción a la regla: fuera de Europa se presentan dos fenómenos inéditos. Al decir de los viajeros el Se-tchouan, es decir la cuenca alta del Yang-tsé-Kiang que la colonización china recupera con fuerza en el siglo XVII, es una constelación de nú- cleos de habitación dispersos, aislados, a diferencia de China propiamente dicha, donde la regla es un poblamiento concentrado; por otra parte, en medio de esta dispersión, se levantan, en los espacios vacíos, grupos de pequeñas tiendas, yao-t1er, que desemn- peñan entonces el papel de mercado permanente'*. Siempre según los viajeros, éste es
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5. MADRID Y SUS TIENDAS DE LUJO
Capital de España desde 1560, Madnd se ha transformado en una ciuidad bnllante en el siglo XVII Las trendas se mul: tiplican. Alrededor de la Plaza Mayor, las tiendas de lujo se agrupan según sus especialidades, unas al lado de otras, Según M. Copella, A. Matilla Tascón, Los Cinco Gremios mayores de Madrid, 1957.
el caso igualmente de la isla de Ceilán, en el siglo XVH: no hay mercados, sinó tien- das!8. Por otro lado, sí volvemos a Europa, ¿qué nombre dar a esas barracas, a esos puestos levantados en desorden en las mismas calles de París, prohibidos en vano por una ordenanza, en 1776? Se trata de tenderetes volantes como en el mercado, pero don- de la venta se hace todos los días, como en las tiendas!%. ¿Y estamos así al término de nuestras dudas? No, ya que en Inglaterra ciertas localidades mercantiles, como Wes- terham, tuvieron su hilera (70w) de merceros y de comerciantes durante largo tiempo antes de tener su mercado!*. Todavía no, puesto que hay muchas tiendas en la plaza misma del mercado; cuando éste se abre, aquéllas continúan vendiendo. De la misma forma, poseer en las lonjas de Lille, por ejemplo, una plaza para vender pescado salado por debajo de los comerciantes de pescado de mar, ¿no es acumular mercado y tienda*%?2
Estas incertidumbres no impiden, evidentemente, que la tienda se distinga del mer- cado y cada vez más con el paso de los años.
Cuando, en el siglo XI, las crudades nacen o renacen a través de Occidente y los mercados se reaniman, el florecer urbano establece una distinción clara entre el campo y la ciudad. Estas concentran en ellas la industria naciente y, consecuentemente, el mun- go activo de los artesanos. Las primeras tiendas que aparecen inmediatamente son, de
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hecho, los talleres (si se les puede llamar así) de los panaderos, carníceros, cordeletos, zapateros, herreros, sastres y otros artesanos minoristas. Este artesano, al principio, se ve obligado a salir de su casa, a no permanecer en su tienda a la cual, sin embargo, le liga su trabajo «como el caracol a su concha»!*, a ir a vender sus productos al mercado o a la lonja. Las autoridades urbanas, celosas en la defensa del consumidor, se lo 1m- ponen por ser el mercado más fácil de vigilar que la tienda donde cada uno es casí un amo!*. Pero, bastante pronto, el artesano venderá en su propia tienda, se decía «en su ventana», en el ¿rtervalo de los días de mercado. De este modo esta actividad alternada hace de la primera tienda un lugar de venta discontinuo, un poco como el mercado. En Evora, Portugal, hacia 1380, el carnicero descuartiza la carne en su tienda y la ven- de en uno de los tres mercados de la semana'?. Para un habitante de Estrasburgo, cons- tituye una sorpresa ver en Grenoble, en 1643, a los carniceros despiezar la carne y ven- derla en su casa, y no en las lonjas, y venderla «en una tienda como los otros comet- ciantes»!”, En París, los panaderos son vendedores de pan ordinario y de lujo en sus tiendas y, en general, de pan en grandes cantidades en el mercado, cada miércoles y cada sábado'”.
En mayo de 1718, un edicto viene, una vez más (se aplica el Sistema de Law), a trastornar la moneda; entonces «los panaderos, por miedo o por malicia, no llevaron al mercado la cantidad de pan habitual; a mediodía no se encontraba pan en las plazas públicas; lo peor es que, ese mismo día, encarecieron el pan en dos o cuatro sueldos la libra; tan es así», añade el embajador toscano!” que nos sirve de testimonio, «que en este estado de cosas, no hay aquí el buen orden que se encuentra en otros lugares».
Por consiguiente, los primeros en abrir tiendas fueron los artesanos. Los «verdade- ros» tenderos llegarían enseguida: se trata de los intemediartos del intercambio; se des- lizan entre productores y compradores, se aprestan a comprar y a vender sin fabricar nunca con sus manos (al menos por entero) las mercancías que ofrecen. En principio desempeñan el papel del comerciante capitalista que definió Marx, el cual parte del dinero D, adquiere la mercancía M y vuelve regularmente al dinero, según el esquema DMD: «No se separa de su dinero sino con el propósito de recuperarlo.» Mientras que él campesino, al contrario, viene muy frecuentemente a vender sus artículos en el met- cado para comprar, acto seguido, aquello que riecesita; parte de la mercancía y vuelve a ella, según el itinerario MDM. El artesano, también él, que debe preocuparse su sus- tento en el mercado, no permanece en la posición de poseedor de dinero. No obstante, las excepciones son posibles.
El porvenir está reservado al intermediario, personaje aparte, muy pronto abun- dante. Y es este porvenir el que nos ocupa, más que el desbrozamiento de los oríge- nes, aunque el proceso haya sido probablemente simple: los comerciantes itinerantes, que sobrevivieron al declive del Imperio Romano, se ven soprendidos a partir del si- glo XI, y sin duda aún antes, por el surgir de las ciudades; algunos se hacen sedentarios y se incorporan a los oficios urbanos. El fenómeno no se sitúa en tal o cual fecha pre- cisa para una región dada. No en el siglo XIII, por ejemplo, en lo que respecta a Ale- mania y Francia, sino a partir del siglo x111'%, Tal «pie polvoriento» abandona, todavía en la época de Luis XIII, su vida errante y se instala al lado de los artesanos, en una tienda semejante a la de ellos, aunque diferente, siendo esta diferencia más acusada con el tiempo. Una panadería del siglo XVILI es, más o menos, como una panadería del siglo XV o incluso de antes. Mientras que, entre los siglos XV y XVII, las trendas mer- cantiles y los métodos mercantiles se transformarán a ojos vista.
Sin embargo, el mercader tendero no se destaca de entrada de las corporaciones de oficios donde ha obtenido un lugar incorporándose al universo urbano. Por su origen y las confusiones que éste acarrea, permanece para él una especie de mácula. Todavía hacia 1702 una referencia francesa argumenta: «es verdad que los comerciantes están
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Juntas, las tiendas del panadero y del pañero en Amsterdam. Cuadro de Jacobus Vrel, escuela holandesa, siglo XVI. (Amsterdam, Colección H. A. Wetxlar, cliché Giraudon.)
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considerados como los primeros entre los artesanos, como algo superior, pero nada más»*%, No obstante se trata de Francia donde, aun haciéndose «negociante», el mer- cader no resuelve ¿bso facto el problema de su rango social. Los diputados del comercio se quejan de ello todavía en 1788 y constatan que, incluso en esta fecha, se considera qué los negociantes «ocupan una de las clases inferiores de la sociedad»*”%. No se ha- blaría en estos términos en Amsterdan, en Londres, ni siquiera en Italia'”,
Al principio, y frecuentemente antes del siglo XIX, los tenderos habrán vendido 1n- diferentemente las mercancías obtenidas de primera, segunda o tercera mano. Su pri- mer nombre habitual, rzercero, es revelador; viene del latín 7merx, zrerc:s, la mercancía en general. El proverbio dice: «Mercero vendedor de todo, hacedor de nada».
Y, siempre que tenemos informaciones sobre las existencias de las tiendas de los merceros, encontramos allí las mercancías más heterogéneas, trátese de París en el si- glo xv1”, de Poitiers, de Cracovia!” o de Frankfurt del Main,?% o incluso, en el si- glo XVIII, de esá tienda de Abraham Dent, Shopkeeper, en Kirkby Stephen, pequeña ciudad del Westmorland, en el norte de Inglaterra?!,
En la tienda de este abacero tendero, cuyos negocios seguimos gracias a sus propios papeles de 1756 a 1776, todo se vende. En primer lugar, el té (negro o verde) de dis- tintas calidades —a alto precio sin duda, ya que Kirkby Stephen, en el interior del terri- torio, no se beneficia del contrabando—,; después viene el azúcar, la melaza, la harina, el vino y el brandy, la cerveza, la sidra, el cáñamo, el lúpulo, el jabón, el blanco de España, el negro humo, las cenizas, la cera, el sebo, las velas, el tabaco, los limones, las almendras y las uvas pasas, el vinagre, los guisantes, la pimienta, los condimentos comunes, la nuez moscada, el clavo... En casa de Abraham Dent se encuentran tam- bién telas de seda, de lana, de algodón y toda la pequeña mercería, agujas, alfileres, etc, Incluso libros, revistas, almanaques, papel... En suma, sería mejor decir lo que la tienda no vende: a saber, sal (lo cual no se explica bien), huevos, mantequilla, queso, sin duda porque abundan en el mercado.
Los clientes habituales son lógicamente los habitantes de la pequeña ciudad y de los pueblos vecinos. Los proveedores (ver mapa a la derecha)?” se dispersan por un es- pacio por otra parte amplio, aunque ninguna vía de agua sirva de comunicación a Kirkby Stephen. Pero los transportes por tierra, sín duda costosos, son regulares y los transportistas aceptan, el mismo tiempo que las mercancías, las letras y documentos de cambio que Abraham Dent utiliza para sus pagos. El crédito, en efecto, se utiliza am- pliamente, ya sea en provecho de los clientes de la tienda o del tendero mismo con relación a sus propios proveedores.
Abraham Dent no se contenta con las actividades de tendero. En efecto, compra medias de punto y las hace confeccionar en Kirkby Stephen y en los alrededores. He aquí el empresario industrial y comerciante de sus propios productos, destinados de or- dinario al ejército inglés por intermedio de mayoristas de Londres. Y como éstos le pa- gan permitiéndole girar letras a cargo de ellos mismos, Abraham Dent se hizo, al pa- recer, dealer en letras de cambio; las letras e él oa sobrepasan con creces, en
comerciante fuera de. serie, casi un hombre de negocios. Posblemente es verdad. Pero en 1958, en una pequeña ciudad de Galicia, en España, conocí a un sencillo tendero que se le parecía extraordinariamente: se encontraba de todo en su casa, se le podía encargar de todo e incluso cobrar cheques de banco ¿No respondería la tienda en ge- neral, simplemente, a un conjunto de necesidades locales? El tendero tiene que desen- volverse para acertar cn ello, Aquel comerciante muniqués de mediados del siglo XV, cuyos libros de cuentas tenemos?”, parece, también él, fuera de serie. Frecuenta mer- cados y ferias, compra en Nuremberg, en Nordlingen, va hasta Venecia. No obstante,
Los instrumentos del intercambio
Proveedores de géneros para la tienda 1756-1777
Las cifras indican el número de proveedores en cada localidad
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6. PROVEEDORES DEL MERCERO ABRAHAM DENT EN KIRKBY STEPHEN Según T. S. Willan, Abraham Dent of Kirkby Stephea, 1970.
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Una «tendera de ultramarinos» escocesa detrás de su mostrador hacia 1790: vende entre otras co- sas panes de azúcar, té verde, llamado hyson, tejidos, limones, candelas (7). Los pendientes de oro y el collar de azabache que lleva atestiguan su buena posición. (People's Palace, Glasgow,
cliché del Museo.)
no es más que un comerciante sencillo a juzgar por su pobre alojamiento, una sola ha- bitación amueblada indigentemente.
La especialización y la jerarquización siguen su curso
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Paralelamente a estas permanencias, la evolución económica crea otras formas de tiendas especializadas. Se distinguen poco a poco los tenderos que venden al peso: los comerciantes de ultramarinos; los que venden a medida: los comerciantes de telas o sas- tres; los que venden por piezas; los quincalleros; los que venden objetos usados, ves- tidos o muebles: los baratilleros. Estos ocupan un lugar importantísimo: son más de 1.000 en Lille, en 17162.
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Como tiendas aparte, promovidas por el desarrollo de los «servicios», aparecen las del boticario, del prestamista, del cambista, del banquero, del hostelero, éste bastante frecuentemente intermediario de transportistas, de los taberneros en fin, esos «comer- crantes de vino que tienen mesas y manteles y dan de comer en sus casas»?%, y se mul- tiplican por todas partes, en el siglo XVIH, para escándalo de las gentes honestas. És verdad que algunos son siniestros, como esa taberna «de la calle de los Osos», en París, que «parece más una guarida de bandidos o de rufianes que un alojamiento de gentes honestas»"%, a pesar del buen olor de la cocina de los asadores vecinos. A esta lista aña- damos los escribanos e incluso los notarios, al menos los que se ven en Lyon, en la ca- lle, «sentados en sus puestos como cordeleros y esperando ejercer»: en estos términos se expresa un viajero que atraviesa la ciudad, en 16432”. Pero también, a la inversa, escribanos públicos demasiado miserables para abrir oficina, como los que ejercen a ple- no sol en los Santos-Inocentes, en París, a lo largo de los soportales, y que llenan de igual modo sus bolsillos con un poco de calderilla, tan grande es el número de criados, siervos y pobres diablos que no saben escribir?%, Existen también locales de mujeres públicas, las casas de carne de España. En Sevilla, «en la calle de la Serpiente», dice el Burlador de Tirso de Molina?”, [...] se puede ver a Adán andar de picos pardos como un verdadero portugués [...] incluso por un ducado, son éstos caprichos que pronto os sangran el bolsillo...»
Finalmente hay tiendas y tiendas. Hay así mismo comerciantes y comerciantes. El dinero impone rápidamente sus distancias; casi de entrada, abre el abanico del viejo oficio de «mercero»: en la cúspide unos cuantos mercaderes ricos especializados en el comercio: a larga distancia en la base, los pobres revendedores de agujas o de lana, de los que el proverbio dice justamente y sin piedad: «pequeño mercero, pequeño cesto», y a los que ni siquiera una criada, sobre todo si posee algunos ahorros, elegiría para el matrimonto. Regla general: por todas partes, un grupo de mercaderes intenta alzarse por encima de los demás, En Florencia, los Artt Maggsori se distinguen de los Arfz Mi- norz. En París, de la ordenanza de 1625 al edicto de 10 de agostó de 1776, el honor mercantil forma Sezs Cuerpos; por este orden, los traperos, los comerciantes de ultra- marinos, los cambistas, los orfebres, los merceros, los peleteros. Otra cima, en Madrid, la representan los Címco Gremios Mayores cuyo papel financiero será considerable en el siglo XVIII. En Londres, las Doce Corporaciones. En Italia, en las ciudades libres Ue Alemania, la distinción fue más clara todavía: los grandes comerciantes llegan a sér; de hecho, una nobleza, el patriciado; ellos detentan el gobierno de las grandes ciuda- des mercantiles.
Las tiendas conquistan el mundo
Pero lo esencial, desde nuestro punto de vista, es que las tiendas de todas las ca- tegorías conquistan, devoran las ciudades, todas las ciudades y seguidamente los mis- mo pueblos donde se instalan, desde el siglo XVil y sobre todo en el siglo XVII, met- ceros inexpertos, hosteleros de ínfima categoría y taberneros. Á estos últimos, usureros de poca monta pero también «organizadores de orgías colectivas», podemos encontrar- los todavía en los campos franceses de los siglos XIX y XX. A la taberna del pueblo se iba a «jugar, hablar, beber, y distraerse..., tratar de acreedor a deudor, comerciante a cliente, negociar mercados, cetrar tratos de arrendaniento...». ¡Es un poeo el albergue de los pobres! Junto con la iglesia, la taberna es el otro polo del pueblo?*.
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Miles de testimonios evidencian este resurgir de las tiendas. En el siglo XVII hay tin diluvio, una inundación de tiendas. En 1606, Lope de Vega puede decir de Madrid, que ha llegado a ser capital, «todo se ha vuelto tiendas». Todo se ha transformado en tiendas?!! La tienda se convierte por otra parte en uno de los escenarios favoritos de la acción de las movelas picarescas. En Baviera, los comerciantes llegan a ser «tan nu- mierosos como los panaderos»”'?. En Londres, en 1673, el embajador de Francia, expul- sado de su casa, que se quiere derribar «para hacer nuevos inmuebles», busca en vano alojamiento, «lo que difícilmente creerá usted», escribe, «de una gran ciudad como és- ta...[pero] como la mayor parte de las grandes casas han sido derribadas desde que yo estoy aquí y convertidas en tiendas y pequeños alojamientos para comerciantes, se en- cuentra muy poco para alquilar», y a precios exorbitantes?*?, Según Daniel Defoe, esta proliferación de tiendas se ha hecho «morstruously»"**: en 1663, los merceros no eran todavía más de 50 ó 60 en total en la enorme ciudad; a finales de siglo, son 300 ó 400; las tiendas de lujo se transforman entonces costosamente y, a cual mejor, se cubren de espejos, se llenan de columnas doradas, de candelabros y apliques de bronce que el bueno de Defoe juzga extravagantes. Pero un viajero francés (1728) se extasía ante los primeros escaparates: «lo que no tenemos [en Francia] comúnmente es el vidrio, que generalmente es muy bueno y muy claro. Las tiendas están rodeadas de ellos y gene- ralmente se colocan las mercancías detrás, lo cual las resguarda del polvo exponiéndolas a la vista de los transeuntes y les da un bello aspecto desde todos los lados»?*?. Al mis- mo tiempo, las tiendas se desplazan hacia el oeste para seguir la expansión de la ciu- dad y las migraciones de la gente rica. Durante largo tiempo, Pater Noster Row había sido su calle; después, un buen día, Pater Noster se vacía en provecho de Covent Gar- den, que mantendrá la primacía apenas díez años. A continuación la moda irá a Lud- gate Hill; más tarde todavía, las tiendas se diseminarán hacia Round Court, Fenchurch Street o Houndsditch. Pero todas las ciudades obedecen a la misma señal. Sus tiendas se multiplican, se apoderan de las calles para su exhibición, emigran de un barrio a otro?! Ved cómo se difunden los cafés en París?!?, cómo las riberas del Sena, con el Petit Dunkerque que fascina a Voltaire?!*, suplanta a la galería del Palacio cuyo ruido del mercado había constituido el gran espectáculo de la ciudad en la época de Corneille?!?. Incluso las pequeñas aglomeraciones urbanas sufren mutilaciones pareci- das. Así en Malta, desde principios del siglo XVIII, la angosta ciudad nueva de la Va- lette, donde «las tiendas de ultramarinos y de pequeños detallistas», dice un informe circunstancial?%, «se han multiplicado hasta tal punto que nadie puede asegurarse com- pletamente los medios de vida. Se ven así obligadas a robar o quiebran rápidamente. Jamás hay tiendas bien provistas de clientes. Y es lamentable ver tantos jóvenes engu- llir allí dentro la dote apenas tocada de su mujer, o la herencia de sus padres, y todo ello para una ocupación de sedentario y de verdadero holgazán», «una occupatione se- dentaria et cost pottrona». El mismo virtuoso informador se indigna de que, en las ca- sas maltesas, se multipliquen entonces los objetos de oro y de plata, un capital «inútil y muerto», de que hombres, mujeres y niños de mediocre alcurnia se adornen con te- jidos finos, con mantos de encaje y que, escándalo peor aún, las putane se paseen en carroza, cubiertas de seda. ¡Al menos, añade sin el menor rastro de humor, ya que exis- te una prohibición a este respecto, que se les imponga una tasa, «un tanto al mese per dritto d'abiti»! Siendo todo relativo, ¿no apunta ya esto hacia una especie de sociedad de consumo?
Pero hay grados: cuando en 1815 J.-B. Say vuelve a ver Londres después de una veintena de años (su primera estancia fue en 1796), se queda atónito: tiendas singula- res ofrecen sus mercancías en rebajas, hay charlatanes por todas partes y carteles, «in- móviles» unos, «ambulantes» otros, «que los peatones pueden leer sin perder un mi- nuto». Los hombres-sandwich acaban de inventarse en Londres?!,
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Una tienda de lujo en Madrid en la segunda mitad del siglo XVII: la tienda de antigiiedades. Un decorado parecido al que describió Defoe para las nuevas tiendas londinenses a principiosie siglo. Cuadro de Luis Paret y Alcázar, Madrid, Museo Lázaro. (Foto Scala.)
Las razones de un progreso
Concluiríamos en nuestro lenguaje de hoy día que hubo por todas partes un cre- cimiento insólito de la distribución, una aceleración de los intercambios (de lo cual los mercados y las ferias constituyen otros tantos testimonios), un triunfo (con el comercio fijo de las tiendas y la extensión de los servicios) de un sector terciario que no deja de tener relación con el desarrollo general de la economía.
Este desarrollo podría abastecerse de numerosas cifras, sí se calculase la relación en- tre el volumen de la población y el número de las tiendas?””; o el porcentaje respectivo de las tiendas de artesanos y de comercios; o el tamaño medio, la ganancia media de la tienda. Werner Sombart”? ha puesto de relieve el testimonio de Justus Móser, his-
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toriador de calidad, observador un poco disgustado que, a propósito de su ciudad de Osmabriick, constata, en 1774, que «los merceros francamente se han triplicado des- pués de un siglo, mientras que los artesanos se han reducido a la mitad». Un historia- dor, Hans Mauersberg??*, acaba de ofrecernos constataciones análogas, provistas de cl- fras, referentes a una serie de grandes ciudades alemanas. Al azar de algunos sondeos (procedentes de inventarios post mortem), hecho uno de ellos en el Madrid de Feli- pe 1V2%, otros dos en las tiendas de revendedores catalanes y genoveses en Sicilia en el siglo XV11?, se aprecian tiendas mediocres, mezquínas, amenazadas, que dejan más que nada deudas a la hora de su liquidación. En ese pequeño mundo, las quiebras son moneda corriente. Se tiene incluso la impresión —no es más que una impresión— de que todo estaría a punto en el siglo XVI! para un «poujadismo» activo, si los pequeños comerciantes hubieran podido, entonces, hablar fracamente. En Londres, cuando el mi- misterio de Fox intenta gravarlos, en 1788, echa rápidamente marcha atrás ante «el des- contento general [que la decisión ha provocado] entre el pueblo»???. Aunque las tien- das no son el pueblo —verdad evidente—, en ocasiones lo agitan. En el París de 1793 y 1794, los sans-culottes se reclutan, en una buena parte, entre ese semiproletariado de pequeños tenderos??. Lo cual podría inclinarnos a creer una referencia, a primera vista un poco parcial, que pretende, hacia 1790, que en París 20.000 comerciantes mi- noristas se encuentran al borde de la quiebra??.
Dicho esto, en el estado actual de nuestros conocimientos, podemos afirmar:
—que el aumento de la población y el desarrollo de la vida económica a largo pla- zo, el deseo del «comerciante minorista» de permanecer como tal, han determinado el ensanchamiento de los intermediarios de la distribución. El hecho de que estos agentes sean, según parece, demasiado numerosos prueba, a lo sumo, que esta progresión pre- cede al crecimiento de la economía, lo hace demasiado confiadamente;
-—que la fijeza de los puntos de venta, la apertura prolongada de las tiendas, la publicidad, el regateo, la palabrería han debido jugar en beneficio de la tienda. Se en- tra en ellas tanto para comprar como para discutir. Es un teatro en pequeño. Véanse los diálogos divertidos y verosímiles que imagina, en 1631, el autor de Bowrgeoss Po- ¿123% de Chartres. Sin embargo, ¿no es Adam Smith, en uno de sus raros momentos de humor, quien comparaba al hombre, que habla, con los animales que no poseen el mismo privilegio?: «La propensión a intercambiar objetos es, probablemente, con3e- cuencia de la de intercambiar palabras...»?*!, Para los pueblos, gustosamente charlatár nes, el intercambio de palabras es indispensable, aunque no se siga siempre el inter- cambio de objetos; |
Un panadero de París ha quebrado 28 de junio de 1770
El Señor Guesnée, maestro panadero de París, se declara en quiebra ante la jurisdicción consular de París, distinguiendo según la regla las deudas activas y las deudas pasivas del quebrado, no- SOtros diríamos su activo y su pasivo. La página reproducida, la primera de un informe de cuatro hojas, muestra clara una serie de ventas a crédito. Entre los principales deudores se encuentran consejeros del Parlamento. Las deudas pasivas están constituidas por compras de harina, igual- mente a crédito. Nuestro panadero poseía una tienda, «instrumentos», un carro y un caballo pa- ra el reparto; el total se estimó en 6.600 libras, su mobiliario en 7.400 libras. Tranquilicese el lector, el maestro panadero ha llegado a un acuerdo con sus acreedores. Esperamos que sus clien-
dei satisfecho sus deudas en el tiempo necesario. (Archives de la Seíne, D' B*, 11, dossier 320.
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Cd de boticario: fresco del castillo de Issogme, en el Val d'Aoste, finales del siglo XV1. (Foto cata.)
—que la razón máxima del esplendor de las tiendas ha sido el crédito. Por encima de las tiendas, el mayorista concede crédito: el minorista tendrá que pagar lo que hoy de- nominaríamos contratos. Los Guicciardini Corsi?*?, grandes comerciantes florentinos, a la sazón importadores de trigo siciliano (prestaron dinero a Galileo y es un título de gloria hoy día para esta gran familia), venden a diez y ocho meses de vencimiento la pimien- ta de sus almacenes a los comerciantes revendedores, como dan fe de ello sus libros de cuentas. Y ciertamente, no son innovadores en este terreno. Pero el tendero concede crédito a sus clientes, a los ricos más todavía que a los pobres. El sastre concede crédi- tos, el panadero concede crédito (con ayuda de dos láminas de madera?* que se amues- can a la vez cada día juntas, quedando una para el panadero, la otra para el cliente); el tabernero concede crédito?%, el consumidor escribe con una raya de tiza su deuda corriente en la pared; el carnicero concede crédito. Yo conocí una familia, dice Defoe, cuya renta era de varios miles de libras al año y que pagaba al carnicero, panadero, tendero y quesero 100 libras a la vez, dejando constantemente 100 libras de deudas?”. Comprobamos que el señor Fournerat que señala el Livre commode des adresses (1692), ropavejero bajo los arcos de Les Halles y que, en lo que está de su mano, mantiene «un hombre de costumbres honestas por cuatro pistolas al año», comproba- mos que este proveedor de un sigular «prét-a-porter» no debe hacerse pagar siempre por adelantado. Y tampoco esos tres comerciantes rtopavejeros asociados que, en la Ca- lle Nueva de la parroquia de Sainte-Marie de París, ofrecen sus servicios para todos los artículos de luto, capas, crespones y collarines, incluso para los trajes negros que se lle- van en las ceremonias?”.
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El comerciante, en una situación de capitalista de poca monta, vive entre los que deben dinero y aquellos a los que él debe. Es un equilibrio precario, al borde siempre de la ruina. En cuanto un «proveedor» (entiéndase un intermediario en relación con un mayorista o el mismo mayorista) le pone el cuchillo en la garganta, es la catástrofe. O en cuanto un rico cliente desaparezca, y he aquí a una pescadera en situación de- sesperada (1623): «Comenzaba a ganarme la vida y de un golpe me he quedado sin blanca»? —entiéndase que la blanca es una pequeña pieza de diez denarios, reducida al último ochavo. Todo tendero corre el riesgo de esta mal ventura: ser pagado tarde o no ser pagado en absoluto. Un armero, Francois Pommerol, poeta a ratos libres, se queja, en 1632”, de su condición en la que «hay que sufrir para ser pagado/ tener pa- ciencia cuando hay retraso» (es decir, cuando se es víctima de una demora).
Es la queja más común cuando el azar pone ante nuestra vista cartas de pequeños comerciantes, intermediarios, proveedores. «Una vez más le escribo estas líneas para sa- ber cuándo se dignará a pagarme», 28 de mayo de 1669. «Señor mío, estoy harto ex- trañado de que mis cartas tan frecuentemente reiteradas hagan tan poco efecto, a las cuales debería dar respuesta un hombre honesto...», 30 de junio de 1669. «No osa- ríamos nunca creer que, después de habernos asegurado que vendríais a nuestra casa para saldar vuestra cuenta, que os hubierais marchado sin decir nada», 1 de diciembre de 1669. «Yo ya no sé cómo escribiros, veo que no hacéis caso de las cartas que os he escrito...». 28 de julio de 1669. «Hace seis meses que os ruego me enviéis provisto- nes...», 18 de agosto de 1669. «Me doy cuenta de que vuestras cartas no hacen más que entretenerme», 11 de abril de 1676. Todas estas cartas fueron escritas por diversos comerciantes de Lyon?**, No he vuelto a encontrar la de ese acreedor exasperado que previene al delincuente que irá a Grenoble y hará justicia por su propia mano de forma severa. Un mercader de Reims, contemporáneo de Luis XIV, prestamista reticente, cita el proverbio: «Al prestar, primo alemán; al restituir, hijo de puta»”**.
Estos reglamentos inseguros crean dependencias y dificultades en cadena. En octu- bre de 1728, en la feria de Sainte-Hostie, en Dijon, las telas se vendieron bastante bien, no así los tejidos de lana o de seda. «... Se atribuye la causa a que los comercian- tes al por menor se quejan de la poca venta que hacen, y de no ser pagados por aque- llos a los que venden, y no tienen ganas de hacer nuevas compras. De otro lado, los comerciantes al por mayor que vienen a las ferias rehúsan conceder crédito tras crédito a la mayor parte de los detallistas que no les pagan»?”.
Pero frente a esta imagen, pongamos aquellas de Defoe que explica ampliamente que la cadena de crédito es la base del comercio, que las deudas se compensan entre ellas y que se da, por este hecho, una multiplicación de las actividades y rentas mer- cantiles. El inconveniente de los documentos de archivo ¿no estriba en recoger para el historiador las quiebras, los procesos, las catástrofes en lugar del desarrollo regular de los negocios? Los negocios con éxito, como las gentes felices, no tienen historia.
La exuberante actividad de los buhoneros
Los buhoneros son comerciantes, de ordinario miserables, que «llevan al cuello», o simplemente a la espalda, unas muy escuálidas mercancías. Pero no dejan de consti- tuir, para los intercambios, una masa de mano de obra apreciable. Llenan en las mis- mas ciudades, más aún que en los burgos y los pueblos, los espacios vacíos de las redes ordinarias de distribución. Como estos huecos son numerosos, ellos pululan; es un signo de los tiempos. Un retahila de nombres les denomina en todas partes: en Francia
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colborteur, contreporteur, porte-balle, mercelot, camelotier, brocanteur; en Inglaterra, hawker, hucktser, petty chabman, pedlar, packman; en Alemania, cada región los bau- tiza a su modo: Hócke, Hueker, Grempler, Hausterer, Ausrufer —se dice también el Pfuscher (habilidoso), el Búrhasen; en Italia es el merciajuolo, en España el buhonero. Tienen sus nombres particulares hasta en la Europa del Este: seyyar satic? en turco (que quiere decir a la vez buhonero y pequeño tendero), sergidZysa (del turco sergí) en len- gua búlgara; torbar (del turco torba=saco) o torbar 1 srebar, o aún Kramar o Krámer (palabra de origen evidentemente alemán que designa igualmente bien el buhonero que el conductor de caravanas o el pequeño burgués) en serbo-croata?%, etc.
Esta plétora de denominaciones indica que, lejos de ser un tipo social bien defini- do, la buhonería es una colección de oficios que se resisten a isiheacose razonables: un saboyano afilador, en Estrasburgo, en 1703*%*, es un obrero que «esparce» sus ser- vicios y vagabundea como tantos deshonilladores o silleros; un maragato?%, campesino de la montaña cántabra, es un arriero que trasporta trigo, madera, sogas de toneles, barriles de pescado salado, tejidos de lana en bruto, además de ir desde las planicies cerealistas y vinícolas de Castilla la Vieja hasta el Océano, o viceversa; es por añadidu- ra, según la expresión colorista, un vendedor en ambulancia? porque es él quien ha comprado, para revenderla, toda o una parte de las mercancías que transporta.
Son innegablemente buhoneros esos campesino tejedores del pueblo manufacture- ro de Andrychow, cerca de Cracovia, o al menos se hallan entre los que van a vender la producción de telas del pueblo a Varsovia, Gdansk, a Lwow, a Tarnopol, en las fe- rias de Lublin y de Dubno, que van incluso hasta Estambul, Esmirna, Venecia y Mar- sella. Estos campesinos prontos a desarraigarse llegan en ocastones a ser «pioneros de la navegación en el Dniester y el Mar Negro...» (1782)?”. ¿Cómo denominar, por otra parte, a esos mercaderes ricos de Manchester o esos manufactureros del Yorkshire y de Coventry que, cabalgando a través de Inglaterra, acarrean esas mercancías a los tende- ros? «Aparte de sus riquezas», dice Defoe?*%*, «se trata de buhoneros». Y el término se aplicaría con igual corrección a los mercaderes llamados forasteros? (es decir, proce- dentes de una ciudad extranjera) que, en Francia y en otras partes, ruedan de feria en feria, pero que en ocasiones están relativamente cómodos en un lugar.
Sea lo que sea, rica o pobre, la buhonería estimula, mantiene el intercambio, lo propaga. Pero allí donde mantiene primacía, se comprueba de ordinario un cierto atra- so económico. Polonia está retrasada con respecto a la economía de Europa Occidental: lógicamente allí el buhonero será el rey. ¿No es la buhonería una supervivencia de lo que fue durante siglos, hace tiempo, un comercio normal? Los syr1?% del Bajo-Imperio Romano son buhoneros. La imagen del mercader de Occidente, en la Edad Media, es la de un itinerante zarrapastroso, polvoriento, como el buhonero de todos los tiempos. Un libelo de 16222! describe a ese mercader de antaño con «un zurrón pendiendo del costado, zapatos que no tienen cuero más que en la punta»; le sigue su mujer, cubierta con «un gran sombrero colgado por detrás hasta la cintura». Sí, pero esta pareja errante se instala un buen día en una tienda, cambia de aspecto y aparece menos miserable de lo que parecía. ¿No hay en la buhonería, al menos entre los itinerantes, ricos comet- ciantes en potencia? Un azar, y he aquí que se promocionan. Son buhoneros los que han creado casi siempre, en el siglo XVIII, las modestas tiendas ciudadanas de las que hemos hablado. Incluso salen al asalto de las plazas mercantiles: en Munich, 50 firmas italianas o saboyanas del siglo XVIII han salido de buhoneros que han triunfado?*, Im- plantaciones análogas han podido producirse, en los siglos X1 y XII, en las ciudades de Europa, apenas grandes, entonces, como pueblos.
En todo caso, las actividades de los buhoneros, unidas las unas a las otras, tienen efectos de masa. La difusión de la literatura popular y de los almanaques en los campos no es lo único?”. Toda la producción de vidrio de Bohemia”*, en el siglo XVII, es dis-
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tribuida por los buhoneros, tanto en los Países Bajos como en Inglaterra, en Rusia co- mo en el Imperio Otomano. El territorio sueco, en los siglos XVI! y XVII, está vacío de hombres en más de la mitad: algunos raros puntos poblados perdidos en la inmensi- dad. Pero la insistencia de pequeños comercios ambulantes, originarios de Vestrogot- hie o de Smaland, llega a distribuir allí a la vez «herrajes para caballos, clavos, cerra- duras, alfileres..., almanaques, libros piadosos?”». En Polonia, los judíos itinerantes re- presentan del 40 al 20% del tráfico?%, y triunfan así mismo en Alemania, dominando ya en parte las ferías gloriosas de Leipzig?”,
La buhonería no está, pues, siempre a la cola. En más de una ocasión es pionera de un mercado y lo domina. En septiembre de 1710*%, el consejo de comercio de París rechaza la demanda de dos judíos de Aviñón, Moisés de Vallebrege e Israel de Jasiar, que querrían «vender telas de seda, lana y otras mercancías en todas la ciudades del reino, durante seis semanas en las cuatro estaciones del año, sin tener tienda abierta». Esta inicrativa de algunos mercaderes, que no son evidentemente pequeños buhoneros, pareció «muy perjudicial para el comercio y para los intereses de los súbditos del rey», una amenaza no disimulada para los tenderos y los comerciantes. De ordinario, las po- siciones son al revés: los comerciantes mayoristas y los tenderos importantes, o incluso mediocres, mantienen los hilos de la buhonería, reservando a estos difusores obstina- dos los artículos «invendidos» que abarrotan sus almacenes. Porque el arte del. buho- nero es vender en cantidades pequeñas, introducirse en las zonas mal servidas, atraer
a los vacilantes, y para ello no ahorra ni su fatiga ni sus discursos, a semejanza del char- latán de nuestros bulevares, uno de sus herederos. Listo, pillo, vivo: tal es como apa- rece en el teatro, y si, en una obra de 1637?, la joven viuda no se casa finalmente con el muy apuesto charlatán, no será por no haber sido tentada:
¡Dios mío, qué agradable es! Si tuviera con qué y lo deseara yo, él me querría.
Pero los ingresos que consigue gritando gacetas no servitían para comprar anteojos.
Lícitamente o no, los buhoneros se deslizan por todas partes, hasta las arcadas; de San Marcos en Venecia o sobre el Puente Nuevo, en París. El puente de Abo (en Fin- landia) está ocupado por tiendas; esto no impide que los buhoneros se reunieran en los extremos del puente?%. Es necesaria una reglamentación explícita en Bolontá, para que la Gran-Plaza frente a la catedral, donde se celebra el mercado los miércoles y los sábados, no sea, gracias a ellos, transformada en una especie de mercado cotidiano*!, En Colonia, se distinguieron 36 categorías de Ausrufer, de charlatanes callejeros??, En Lyon, en 1643, es un griterío contínuo: «se anuncia todo lo que se ha de vender: los buñuelos, la fruta, los capones, el carbón [de leña], las uvas en cajas, el apio, los gut- santes cocidos, las naranjas, etc. Las lechugas y las hortalizas verdes son transportadas en una carretilla y anunciadas. Las manzanas y las peras se venden cocidas. Se venden cerezas al peso, a tanto la libra??». Los gritos de París, los gritos de Londres, los gritos de Roma se encuentran en los grabados de la época y en la literatura. Se reconoce a estos vendedores en las calles romanas pintadas por el Carrache o por Gtuseppe Barber, . ofreciendo higos y melones, hierba, naranjas, bollos, bizcochos, panes, viejos vestidos, rollos de tela y sacos de carbón, caza, ranas... ¿Imaginaríamos la elegante Venecia del siglo XVII! invadida por mercaderes de galletas de maíz? Y sin embargo, en julio de 1767, allí se venden muy bien, en grandes cantidades, «por el miserable precio de un sueldo». Resulta, dice un observador, que «la plebe famélica [de la ciudad] se empo- brece sin cesar»?%. ¿Cómo desembarazarse entonces de esta nube de comerciantes so-
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Comerciante de blinis en las calles de Moscú. Grabado de 1794. (Foto Alexandra Skarzyñska.)
lapados? Ninguna ciudad lo consigue. Gui Patín escribe desde París, el 19 de octubre de 16662: «se comienza aquí a emplear la represión premeditada sobre las revende- doras, encubridores, y chapuceros que dificultan el paso público; se quieren tener las calles de París bien limpias. El rey ha dicho que quiere hacer de París la ciudad Au- gusta que se hizo en Roma...». En vano, naturalmente: es tanto como cazar un en- jambre de moscas. Todas las calles ciudadanas, todas las rutas campestres están transi- tadas por estas piernas infatigables. Incluso Holanda, en una fecha tan tardía como 1778, está inundada «de mercachifles, trotamundos y buhoneros, de revendedores que venden una infinidad de mercancías extrañas a las personas ricas y bien situadas que pasan una gran parte del año en sus residencias campestres»?. La locura tardía de las residencias campestres bate entonces su récord en las Provincias Unidas, y esta moda no puede ser extraña a una tal afluencia.
Frecuentemente, la buhonería se asocia a migraciones estacionalesi así para los sa- boyardáos*””, los habitantes del Delfinado que alcanzan Francia y también Alemania, para los auverneses? de los países altos, principalmente de la planicie de Saint-Flour, que recorrren los caminos de España. Hay italianos que vienen a Francia a hacer su «agos- to»; algunos se contentan con vo/ver al reino de Nápoles; hay franceses que llegan a Alemania. La correspondencia de buhoneros de Magland?* (hoy Alta Saboya) permite seguir, de 1788 a 1834, las idas y venidas de «joyeros» ambulantes, verdaderos merca- deres de relojes, que colocan sus mercancías en las ferias de Suiza (Lucerna y Zurich)?" y en las tiendas del sur de Alemania en los largos viajes, casi siempre los mismos, que se perpetúan de padres a hijos y a nietos. Con mayor o menor suerte: en la feria de Lucerna, el 13 de marzo de 1819, «apenas con qué beber por la noche un cuartillo»?”.
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A veces se producen bruscas invasiones, unidas sin duda al vagabundeo de las épo- cas de crisis. En España, en 1783?”?, hay que tomar medidas generales, en bloque, con- tra los trotacaminos, buhoneros y comerciantes ambulantes, contra «los que muestran animales domesticados», contra esos extraños curanderos «que llaman salutadores, lle- vando al cuello una gran cruz y pretendiendo curar las enfermedades de los hombres y animales por medio de oraciones». Bajo el nombre genérico de bufón son designados «MAalteses», «QEMOVESES, naturales del país. No así los «franceses», pero esto debe ser una pura omisión. Es natural que estos vagabundos de oficio tengan relaciones con los vagabundos sin oficio con los que se cruzan en los caminos y que participen ocasional- mente en las truhanerías de ese mundo marginal””?, Es natural, asimismo, que estén relacionados con el contrabando. ¡Inglaterra, hacia 1661, está llena de buhoneros fran- ceses que, según sir Thomas Roe, del Privy Council del rey, contribuirían al déficit mo- netario de la balanza del reino!?”, ¿No serían ellos los acólitos de esos marinos que cargaban fraudulentamente en las costas inglesas lana y tierra de batán y descargaban allí aguardiente?
¿Es arcarca la buhonería?
Se asegura de ordinario que esta vida fascinante de la buhonería se extingue por sí misma cada vez que un país alcanza un cierto grado de desarrollo. En Inglaterra ha- bía desaparecido en el siglo XVII, en Francia en el siglo XIX. Sin embargo la buhonería inglesa conoció un nuevo brote en el siglo XIX, al menos en los arrabales de las ciuda- des industriales mal servidos por los circuitos ordinarios de la distribución?” En Fran- cia, toda investigación folklorista reencuentra sus huellas en el siglo XX”. Se pensaba (pero se trata de una lógica 4 priore) que los modernos medios de transporte le habían asestado un golpe mortal. Ahora bien, nuestros relojeros ambulantes de Magland ut1- lizan coches, diligencias e incluso, en 1834, con satisfacción, un navío a vapor en el lago Lemán?”. Hay que pensar que la buhonería es un sistema eminentemente a2dap- table. Cualquier fallo en la distribución puede hacerla surgir o resurgir. O cualquier multiplicación de las actividades clandestinas, contrabando, robo, encubrimiento*:0 cualquier ocasión inesperada que relaja las concurrencias, las vigilancias, las formali- dades ordinarias del comercio.
La Francia revolucionaria e imperial fue de esta forma el teatro de una enorme pro- liferación de la buhonería. Veámoslo si no en ese juez severo del tribunal del comercio de Metz que presenta (6 de febrero de 1813) un largo inforrne a los señores miembros que componen el Consejo General del comercio en París?*: «la buhonería de hoy —es- eribe— no es la de otros tiempos, el fardo sobre la espalda. Se trata de un comercio con- siderable cuyo domicilio está en todas partes puesto que no tiene domicilio». En suma, bribones, ladrones, una plaga para los novatos, una catástrofe para los comerciantes «do- miciliados» que tienen establecimiento en las calles. Sería urgente poner orden, aun- que sólo fuera por la seguridad de la ciudad. Pobre sociedad donde el comercio está tan poco considerado, donde después de las licencias revolucionarias y de la época de los assigmafs, cualquiera, por el módico precio de una patente, puede hacerse comer- ciante de cualquier cosa. La única solución, según nuestro juez: «¡restablecer los gre- mios!»; y añade: «¡evitando los abusos de su primera institución!». No le seguimos más. Pero es verdad que, en su tiempo, oleadas, ejércitos de buhoneros se señalan un poco por todas partes. En París, en ese mismo año de 1813, el prefecto de policía es adver- tido de que hay «vendedores callejeros» que levantan sus tenderetes en plena calle, por
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todas partes «desde el bulevar de la Madeleine hasta el del Temple». Sin rubor, se ins- talan delante de las puertas de las tiendas, y despachan las mismas mercancías para en- fado de los tenderos, en primer lugar los vidrieros, los vendedores de porcelana, los esmaltadores, los joyeros, Los responsables del orden ya no pueden contra esto: «sin ce- sar se prende a los vendedores callejeros de uno u otro lugar, sin cesar vuelven allí (...] su gran número es para ellos una forma de sobrevivir. ¿Cómo poder controlar a tan gran cantidad de individuos?». Además todos son indigentes. Y el prefecto de policía añade «Este comercio. irregular no puede ser tan desfavorable para los comerciantes es- tablecidos como se supone, porque casi todas las mercancías expuestas de este modo son vendidas por ellos a los vendedores ambulantes que, con mucha frecuencia, no son más que sus comisionistas. ..»?”,
Muy recientemente, la Francia hambrienta de 1940 a 1945 conoció, con el «mer- cado negro», otro brote de buhonería anormal. En Rusia, el período 1917-1922, tan difícil, con sus turbulencias, su circulación imperfecta, vio, en este tema, reaparecer a los intermediarios ambulantes, como en tiempos atrás revendedores, recolectores abu- sivos, traficantes, buhoneros, «hombres del saco»? como se decía con desprecio. Pero hoy día los productores bretones que vienen con camión hasta París para vender allí las alcachofas o las coliflores despreciadas por los mayoristas de Les Halles, son por un 1ns- tante buhoneros. También son buhoneros modernos esos pintorescos campesinos de Georgia y de Armenia, con sus sacos de hortalizas y de frutas y sus redes llenas de aves vivas, que las reducidas tarifas de los aviones en las líneas interiores soviéticas permiten ir hoy día hasta Moscú. St un día la tiranía amenazante de los Usiprex de las grandes redes mercantiles llegara a ser intolerable, no podemos asegurar que no vayamos a ver desencadenarse contra ellos —todo volvería a ser como antes— una nueva buhonería. Porque la buhonería es siempre una forma de volver al orden establecido del sacrosan- to mercado, de plantar cara a las autoridades establecidas.
Los instrumentos del intercambio
EUROPA: LOS MECANISMOS EN EL LIMITE SUPERIOR DE LOS INTERCAMBIOS
Por encima de los mercados, de las tiendas, de la venta ambulante, se sitúa, en manos de actores brillantes, una poderosa superestructura de. intercambios. Es el nivel de los mecanismos mayores, de la gran economía, forzosamente del capitalismo que no existiría sin ella.
En este mundo de antaño, las herramientas esenciales del comercio de gran radio son las ferias y las Bolsas. No es que agrupen todos los grandes negocios. Las notarías, en Francia y en el continente —no en Inglaterra, donde su papel es únicamente iden- tificar las personas permiten liquidar a puerta cerrada innumerables y muy impor- tantes transacciones, tan numerosas que constituirían, según afirma un historiador, Jean- Paul Poísson?*!, una manera de medir el nivel general de los negocios. Incluso los ban- COS, esos depósitos donde el dinero se pone lentamente en reserva y de los que no se escapa siempre con prudencia y eficacia, toman un lugar creciente?*?, Y las jurisdiccio- nes consulares francesas (a quienes, además, serán confitadas más tarde las cuestiones y litigios relativos a las quiebras) constituyen para la mercancía una justicia privilegiada «per legem mercatoriam», una justicia expeditiva que salvaguarda los intereses de clase. Además, Le Puy (17 de enero de 1757)*%*, Périgueux (11 de junio de 1783)** reclaman juridicciones consulares que facilitarían su vida mercantil.
En cuanto a las cámaras de comercio francesas en el siglo XVIII (la primera en Dun- querque en 1700)? y que se imitan en Italia (Venecia, 1763*%, Florencia, 177028), tien- den a reforzar la autoridad de los grandes negociantes en detrimento de los demás. Eso es lo que dice francamente un comerciante de Dunquerque (6 de enero de 1710): «To- das esas cámaras de comercio [...] no son buenas más que para arruinar al comercio general [el comercio de todo el mundo] haciendo que cinco o seis particulares sean due- ños absolutos de la navegación y del comercio donde se establecen»?8*, Además, según los lugares, la institución triunfa con más o menos fortuna. En Marsella, la Cámara de Comercio es el corazón de la vida mercantil; en Lyon, es la Regiduría, de tal manera que la Cámara de Comercio, de la que no se tiene demasiada necesidad, olvida final; mente teunirse. «He sido informado», escribe el controlador general (27 de junio de, 1775)? «[...] de que la Cámara de Comercio de Lyon no mantiene, o lo hace myy poco, sus asambleas, que las disposiciones de las decisiones del Consejo de 1702 no se ejecutan y que todo lo que se refiere al comercio de esta ciudad se examina y decide por los síndicos» —entiéndase los regidores de la ciudad. Pero ¿basta elevar la voz para llamar a una institución a la vida de todos los días? Saint-Malo, en 1728, había de- mandado en vano al rey una cámara de comercio?”.
Por consiguiente, está claro que en el siglo XVHI los instrumentos del gran negocio
se multiplican y se diversifican. Las ferias y las Bolsas no dejan de estar en el centro de la gran vida mercantil.
Las ferias, viejas herramientas reorganizadas sin fim
Las ferias son antiguas instituciones, menos antiguas que los mercados (y quizás ni eso), que se sumergen, sin embargo, en un pasado de raíces interminables?*. En Fran- cia, acertada o equivocadamente, la investigación histórica remonta sus orígenes más
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allá de Roma, hasta la época lejana de las grandes peregrinaciones celtas. El renaci- miento del siglo X1, en Occidente, no sería la salida de cero (que se señala de ordina- rio) puesto que subsistían todavía restos de ciudades, de mercados, de ferias, de pere- grinaciones —en breve, de hábitos que bastaba recuperar. De la feria de Lendit, en Saint-Denis, se decía que se remontaba por lo menos al siglo IX (al reinado de Carlos el Calvo)?”; de las ferias de Troyes?%, que habían sido romanas; de las fertas de Lyon, que habían sido instituidas hacía el año 172 de nuestra cra?%, Pretensiones, habladu- rías, puesto que las ferias son, con toda probabilidad, más antiguas incluso que lo que indican esas pretensiones.
En todo caso, su edad no les impide ser instituciones vivas que se adaptan a las circunstancias. Su papel consiste en romper el círculo demasiado reducido de los inter- cambios ordinarios. Un pueblo de Meuse en 1800?” pide la creación de una feria para hacer llegar hasta sus confines la quincalla que le falta. Incluso esas ferías de tantos bur- gos modestos, que parecen no ser más que el enlace entre el campo próximo y el ar- tesanado urbano, rompen, de hecho, el círculo habitual de los intercambios. En cuan- to a las grandes fertas, movilizan la economía de vastas regiones; a veces el Occidente entero se da cita, aprovechando las libertades y las franquicias ofrecidas que borran, por un instante, el obstáculo de los múltiples 1 impuestos y peajes. Todo concurre, des- de ese momento, a que la fería sea una reunión excepcional. El príncipe, que muy pron- to puso la mano sobre esas confluencias decisivas (el rey de Francia”, el rey de Ingla- terra, el emperador), multiplicó las mercedes, las franquicias, las garantías, los privile- gios. Sin embargo, hagámoslo notar de paso, las ferias no son francás zpso facto y nin- guna, ni siquiera la feria de Beaucaire, vive bajo un régimen de libre cambio perfecto. Por ejemplo, de las tres ferias «reales» de Saumur, cada una de tres días, un texto dice que son «de poca utilidad porque no son francas»?
Todas las ferias se presentan como ciudades efímeras sin duda, pero son ciudades aunque no sea más que por el número de sus participantes. Periódicamente, erigen sus decorados; después, una vez terminada la fiesta, levantan el campamento. Después de uno, dos o tres meses de ausencia, vuelven a instalarse. Cada una de ellas tiene, por consiguiente, su ritmo, su calendario, su distintivo, que no son los de las fertas vecinas. Por otra parte, no son las más importantes las que tienen la tasa más elevada de fre- cuencia, sino más bien las simples ferias de animales o, como se les llamaba, las fozres grasses. Sully-sur-Loire?%, cerca de Orleáns, Pontigny en Bretaña, Saint-Clair y Beau- mont de Laumagne, tienen cada una de ellas ocho ferias al año?”; Lectoure, en la ge- neralidad de Montauban, nueve?%; Auch once?**; «las ferias de animales que se llevan a cabo en Chenerailles, gran burgo de la Haute-Marche de Auvernia, son famosas por la cantidad de animales cebados que se venden y cuya mayor parte se conduce a París». Estas ferias se llevan a cabo los primeros martes de cada mes. Por consiguiente, doce en total*%. Igualmente, en la ciudad de Puy, «hay doce ferias al año, donde se venden todo tipo de animales, sobre todo grandes cantidades de mulos y mulas, muchas pieles de pelo, paños en bruto de todo tipo de telas del Languedoc, telas de Auvernia en blan- co y rojo, cáñamos, hilos, lanas, artículos de peletería de todo tipo»?%. Mortain, en Nor- mandía, ¿posee un récord con sus catorce ferías?%%? No apostenuos demasiado pronto por este caballo tan bueno.
Evidentemente, hay ferias y ferias. Hay ferias campesinas, como no lejos del Sena la minúscula feria de la Toscanella, que no es más que un gran mercado de la lana; basta que un invierno poco prolongado impida a los campesinos esquilar sus ovejas (co- mo en mayo de 1652) para que la fería sea suprimida?,
Las verdaderas ferias son aquellas en que una ciudad entera abre sus puertas. En: tonces, O bien la feria sumerge todo y se convierte en la ciudad e incluso más que la ciudad conquistada; o bien ésta es lo suficientemente fuerte como para mantenerla a
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7. UNA FRANCIA TODAVIA CUAJADA DE FERIAS EN 1841
Según el Dictionnaire du commerce et des marchandises, 1841, Í, pp. 960 y sigs.
una distancia prudencial: tódo es cuestión del peso respectivo. Lyon es a medias vícti- ma de sus cuatro ferias monumentales 3% París domina las suyas, las reduce a las di- mensiones de grandes mercados; así la antigua feria siempre viva de Lendit se desarro- lla en Saint-Denis, fuera de sus muros. Nancy?” tiene la prudencia de relegar sus ferias fuera de la ciudad, aunque al alcance de la mano, a Saint-Nicolas-du-Port. Falaise en Normandía las exilía al gran pueblo de Guibray. Durante los intervalos de estas reu- niones tumultuosas y célebres, Guibray se convierte en el palacio de la Bella Durmien- te. Beaucalre toma la precaución, como muchas otras ciudades, de situar la fería de la
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Madeleine, que consigue reputación y fortuna, entre ella y el Ródano. Pero esta mo- lestia no merece la pena para los visitantes, unos cincuenta mil de ordinario, que 1n- vaden la ciudad y, para asegurar un aspecto de orden, todas las brigadas de la gendar- mería de la provincia son necesarias —e insuficientes. Pero la muchedumbre llega ge- neralmente quince días antes de la apertura de la feria, el 22 de julio, antes de que las fuerzas del orden estén en su lugar. En 1757, se propone justamente anticipar el envío de la gendarmería al día 12, para que los visttantes y habitantes tengan «seguridad».
Una ciudad dominada totalmente por sus ferias deja de existir en sí misma. Le1p- z1g, que haría fortuna en el siglo XVI, destruida, reconstruye sus plazas y sus inmuebles para que la feria pueda tener lugar cómodamente?*%. Pero Medina del Campo, en Cas- tilla3%, es todavía un ejemplo mejor. Se confunde con su feria que, tres veces al año, ocupa la larga Rás, con sus casas con pilares de madera, y la enorme Plaza Mayor, en frente de la catedral, dónde, en tiempos de feria, se celebraba la misa en el balcón; comerciantes y compradores seguían el oficio religioso sin tener que interrumpir sus ne- gocios. San Juan de la Cruz, niño, se extasiará ante las barracas pintarrajeadas de la plaza?*”, Hoy, Medina continúa siendo el decorado, el caparazón viviente de la antigua feria. En Frankfurt del Meno?!', la feria, en el síglo XVI, se mantiene todavía a distan- cia. Pero en el siglo siguiente, demasiado próspera, sumerge a todo. Se quedan a vivir comerciantes extranjeros en la ciudad, donde representan a empresas de Italia, de los Cantones suizos, de Holanda. A continuación se produce una colonización progresiva. Esos extranjeros, normalmente hijos menores de familia, se instalan en la ciudad con el simple derecho de residencia (el Bersesserschutz); es el primer paso; a continuación adquieren el Burgerrechet; pronto hablan como maestros. En Leipzig, donde el proce- so es el mismo, el tumulto que se desencadena en 1593? contra los calvinistas, ¿no es una especie de reacción «nacional» contra los comerciantes holandeses? Entonces, ¿hay que pensar que es la sagacidad lo que hace que Nuremberg?*?, gran ciudad mer- cantil donde las haya, habiendo obtenido del emperador, en 1423-1424 y en 1431, las concesiones necesarias para establecer ferias, renunciará a instalarlas verdaderamente? ¿Sagacidad o descuido? Seguirá siendo ella misma.
Ciudades en fiestas
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La feria es el ruido, el estrépito, el tatachín, la alegría popular, el mundo al revés, el desorden, en ocasiones el tumulto. Cerca de Florencia, en Prato?! donde las ferias se remontarían al siglo XIV, vienen en septiembre de cada año los trobettí de todas las ciudades de Toscana a suonare, a cuantos más mejor, en las calles y plazas de la ciu- dad. En Carpentras, en la antigua feria de Saint-Mathieu o de Saint-Siffrein, se eleva el agudo son de las trompetas en las cuatro puertas de la ciudad, después en las plazas y por fin delante de sus palacios. «Cada vez, le cuesta a la comuna siete soles por ins- trumentista» y las campanas suenan sin parar a partir de las cuatro de la mañana; fie- gos artificiales, fuegos de alegría, redoble de tambores, todo esto lo tiene la ciudad gra- ctas a su dinero. Y está tomada al asalto por todos los bujones, vendedores de remedios milagrosos, drogas, «ratafías purgantes» o drogas de charlatán, echadores de la buena ventura, prestidigitadores, danzarines en la cuerda floja, sacamuelas, músicos y cantan- tes ambulantes. Los alberges rebosan de gente?!5. En París, la feria de Saint-Germain que comienza después de la Cuaresma concentra también la vida ligera de la capital para las muchachas, «es el tiempo de la vendimia», como dice “una reidora. Y el juego atrae tanto a los aficionados como a las mujeres fáciles. La lotería llamada de la blanca
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hace furor: distribuye muchos billetes blancos, los perdedores, y algunos billetes ne- gros, los ganadores. ¿Cuántas camareras no habrán echado a perder sus economías y su esperanza de matrimonio en la blanca?*!%? Pero este juego no es nada en comparación con las timbas que tienen lugar en algunas tiendas de la feria, a pesar de la vigilancia gruñona de las autoridades. Átraen a tantas personas como las casas de juego de Letp- zlg, donde los polacos son asiduos?'”,
La feria es, en fin, sin excepción, el lugar de encuentro de las compañías de acto- res. Desde el tiempo en que se celebraba en Les Halles de París, la feria de Saínt-Ger- maín era la ocasión de representaciones teatrales. Las obras Prince des s0ts y Mere sotte, que estaban en el programa en 1511, representan la tradición medieval de farsas y sá- tiras de las que Sainte-Beuve decía: «Es ya nuestra comedia ligera»*!*. Pronto se añadirá la comedia italiana que, cuando ya no estaba muy en boga, encontró en las ferias un último refugio. En 1764, en la feria de Carpentras, «Gaetano Merlani y su compañía florentina» ofrecían «comedias», Melchior Mathicu de Piolent «un juego de carrusel» y Giovanni Greci «obras de teatro» en las que aprovechan, en el entreacto, para vender sus drogas??”,
El espectáculo está también en la calle: procesión de apertura de los «cónsules [de Carpentras], con capirote, precedida de portadores de grandes masas de dinero con fo- pas largas»**%; cortejos oficiales, el estatúder en La Haya?”!, el rey y la reina de Cerdeña en las ferias de Alexandric de la Paille???, el duque de Módena «con sus bagajes» en la feria de Reggio Emilia, y así sucesivamente. Giovanni Baldi?2, corredor toscano que partió hacia Polonia para recuperar las deudas mercantiles impagadas, llega a la feria de Leipzig en octubre de 1685. ¿Qué van a revelarnos sus cartas sobre las ferias que en- tonces estaban en plena pasión Pues bien, nada más que la llegada de Su Alteza el duque de Sajonia, «con un séquito numeroso de damas, señores y príncipes alema- nes, venidos a ver las cosas más notables de la feria. Las damas, como los señores, apa- recían con vestidos a tal punto soberbios que maravillaban». Ellos forman parte del espectáculo.
La diversión, la evasión, lo mundano, ¿es el término lógico de estas vastas repre- sentaciones? Sí, a veces. En La Haya, que apenas es el centro político de Holanda, las ferías constituyen sobre todo la ocasión, para el estatúder, de invitar a su mesa a «se- ñores y damas de distinción». En Venecía, la feria de la Sensa***, de la Ascensión, gue dura quince días, es una manifestación ritual y teatral: en la plaza de San Marcos;'se instalan barracas de comerciantes extranjeros; hombres y mujeres salen enmascarados y el Dux,en frente de San Nicolo, desposa al mar como en otro tiempo. Pero pensemos que en la feria de la Sensa, venidos para divertirse y gozar del espectáculo de la sor- prendente ciudad, se comprimen cada año más de 100.000 extranjeros?%, De la misma forma, en Bolonia, la feria de la Porchetta??$ constituye la ocasión de una enorme fiesta popular y aristocrárica a la vez, y en el siglo XVII se erige en esta ocasión, en la Piazza Maggiore, un decorado de teatro provisional, cada año diferente, y del cual las pin- turas de las Ipsigrza conservadas en los archivos expresan las extravagancias. Al lado del teatro, las «tiendas de la feria», poco numerosas, se montan, según todas las eviden- cias, para placer del público, no para llevar a cabo grandes negocios. La Bartholomew Fair”, en Londres, constituye también el lugar de encuentro de simples regocijos po- pulares, «sin intercambios serios». Una de esas verdaderas ferias residuales hechas para recordar, sí hay necesidad, el ambiente de kermés, de licencia, de vida al revés que son todas las ferias, las vivas y las menos vivas. Tiene razón el refrán que dice: «Oz ne revient pas de foire comme de marché»*,
Por el contrario, la feria parisina de Saint-Germain?”, la única en la capital que ha quedado muy viva, bajo el signo del placer —pensemos en sus célebres «nocturnos» con sus miles de antorchas que son un espectáculo muy concurrido— conserva su as-
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Kermes en Holanda a principios del siglo XVII. Detalle de un cuadro de David Vinckboons. (Les- boa, Museo de Arte Antiguo, cliché Giraudon.)
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pecto mercantil: es la ocasión de ventas masivas de tejidos, de paños o de telas, a la que acude una rica clientela cuyas carrozas se estacionan en un parking reservado. Y esta imagen corresponde mejor que las precedentes a la realidad ordinaria de las ferias, ante todo. reuniones de.comerciarntes. Dos visitantes holandeses observan asombrados (febrero de 1657): «Hay que confesar que, estando allí y considerando esta gran diver- sidad de mercancías de mucho precio, París es el centro donde 'se encuentra todo lo que es más raro en el mundo»?*,
La evolución de las ferias
Se dice a menudo que las ferias eran mercados al por mayor, sólo entre comercian- tes331, Esto es señalar su actividad esencial, pero hacer caso omiso en la base de la enor- me participación popular. Todos tienen acceso a la fería. En Lyon, según los taberne- ros, buenos jueces en este caso, «por cada comerciante que viene a las ferias a caballo y que tiene para gastar y acomodarse en un buen alojamiento, hay veinte que vienen a ple que se conforman con encontrar cualquier pequeña taberna» donde 1nstalarse?*, En Salerno o en otra feria napolitana, nubes de campesinos aprovechan la ocasión para vender un cerdo por aquí, una bala de seda griega por allá o un tonel de vino. En Aqui- tania, boyeros y chapuceros van a la feria a la simple búsqueda de diversiones colectt- vas: «Se partía hacia la feria antes de despuntar el alba y se volvía en plena noche, des- pués de haberse rezagado en las tabernas del gran camino»??.
De hecho, en un mundo todavía esencialmente agrícola, todas las ferias (incluso las grandes) están abiertas a la inmensa presencia campesina. En Leipzig, las ferias se duplican con ferias considerables de caballos y de animales??*. En Amberes, que tiene, hacia 1567, con Berg-op-Zoom, cuatro ferias principales (dos en cada una de las ciu- dades, de tres semanas cada una) se celebran también dos ferías de caballos de tres días, una en Pentecostés, la otra en Nuestra Señora de Septiembre. Se trata de anima- les de calidad, «bellos a la vista y rentables», que llegan sobre todo de Dinamarca —en súma, se trata de salones del automóvil?”*. Al menos en Amberes hay clasificación, ¡se- paración de géneros. Pero en Verona*%, villa insigne de la Terra Ferma veneciana, todo se mezcla y, en abril de 1634, el éxito de la feria, a decir del experto, tiene menos/1m- portancia por las mercancías venidas de fuera que por «la cantidad de animales de todo tipo que se llevaron».
Dicho eso, es cierto que lo esencial de las ferías, económicamente hablando, es la actividad de los grandes comerciantes. Son ellos los que, perfeccionando la herramien- ta, han hecho de ellas el lugar de encuentro de los grandes negocios. ¿Las ferias han inventado o reinventado el crédito? Oliver C. Cox?” quiere que éste sea exclusivamen- te una invención de las verdaderas plazas mercantiles, no de las fertas, esas ciudades artificiales. Como el crédito es, sin duda, tan viejo como el mundo, la disputa es un poco vana. En todo caso, hay un hecho cierto: las ferias han desarrollado el crédito. No hay ninguna fería que no concluya con una sesión de «pago». Así sucede en Linz, enorme feria de Austria3%%. Así sucede en Leipzig, desde su primera prosperidad, du- rante la última semana Hlamada Zahhwoche?*” Incluso en Lanciano?*“, pequeña ciudad del Estado Pontificio que se vé inundada regularmente por una feria de dimensiones sin embargo modestas, se encuentran antiguas letras de cambio a puñados. De la mis- ma forma, en Pézenas o en Montagnac, cuyas ferias, relevos de las de Beaucaíre, son de una calidad análoga, toda una serie de letras de cambio se despachan sobre París o sobre Lyon**, Las ferias constituyen, en efecto, una confrontación de deudas que, al
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destruirse unas a otras, se funden como la nieve en el suelo: son las maravillas del scor- tro, de la compensación. Aproximadamente cien mil «escudos de oro en oro», es decir de piezas en efectivo, pueden liquidar en Lyon, por clearimg, intercambios de millo- nes. Por cuanto que una buena parte de estas deudas que subsisten son liquidadas ya por una promesa de pago sobre una plaza (letra de cambio), ya por aplazamiento del pago hasta la feria siguiente: es el depósito, que se paga de ordinario al 10% al año (2,5% a tres meses). La feria es, así, creadora de crédito.
Si se compara una feria a una pirámide, se escalona desde las actividades múltiples y menudas en la base, después las mercancías en bruto, normalmente productos pere- cederos y a bajo precio, hasta las mercancías de lujo, lejanas y de alto percio; el vértice estaría formado por el activo comercio de dinero, sin el cual nada se movería, o por lo menos nada se movería con la misma velocidad. Ahora bien, la evolución de las gran- des ferias parece haber consistido, en términos generales, en dar ventaja al crédito en relación con la mercancía, el vértice en relación con. la base de la piramide.
En todo caso, la curva dibuja muy pronto el destino ejemplar de las antiguas ferias de Champagne**. En el momento de su apogeo, hacía 1260, mercancías y dinero ali- mentan un tráfico muy vivo. Cuando se deja sentir el reflujo, las mercancías son las primeras afectadas. El mercado de capitales sobrevive más tiempo y mantiene activas las operaciones internacionales hasta 1320 aproximadamente?*. En el siglo XVI, un ejemplo más convincente todavía es el de las fertas de Plaisance, llamadas de Besancon. Son continuadoras —y de ahí el nombre que les queda— de las ferias fundadas en 1535 por los genoveses en Besangon**, que entonces era ciudad imperial, para compe- tir con las ferias de Lyox, cuyo acceso les estaba cerrado por Francisco 1. De Besancon, estas ferias genovesas fueron trasladadas, al pasar los años, a Lons-le-Saunier, a Mont- luel, a Chambéry, finalmente a Plaísance (1579)'%, donde fueron prósperas hasta 1622. No vamos a juzgarlas por su aspecto. Plaisance es una feria reducida en su vér- tíce. Cuatro veces al año, es un lugar de encuentros decisivos pero discretos, un poco como sucede, en nuestros días, con las reuniones de la Banca internacional en Basilea. Casi no se lleva ninguna mercancía al encuentro, se lleva muy poco dinero contante y sonante pero grandes masas de letras de cambio, que constituyen verdaderamente los signos de la riqueza entera de Europa, de la cual los pagos del Imperio Español cons- tituyen la corriente más viva. Unos sesenta hombres de negocios están presentes, bar- chier dí conto genoveses en su mayor parte, algunos milaneses, otros florentinos. Son los miembros de un club donde no se puede entrar sin pagar una fuerte fianza (3.000 escudos). Estos privilegiados fijan el corto, es decir la cotización de los cambios de li- quidación al final de cada feria. Es el gran momento de estas reuniones a las que asis- ten, bajo mano, comerciantes cambistas, cambiator: y representantes de grandes em- presas39, En total, 200 iniciados de comportamiento discreto, que tratan de enormes negocios, tal vez de 30 a 40 millones de escudos en cada feria, y más si damos crédito al libro bien documentado del genovés Domenico Perí (1638).
Pero todo tiene fin, incluso el ingenioso y provechoso c/earimg genovés. No funcio- naba más que en la medida en que venía a Génova la plata de América en cantidad suficiente. Cuando decrecieron las llegadas de metal blanco, hacia 1610, el edificio se vió amenazado. Por escoger una fecha nada arbitraria, recordemos el traslado de las fe- rias a Novt, en 16223%, que milaneses y toscanos no aceptaron y que constituye una buena señal de este deterioro. Pero ya volveremos sobre estos problemas.
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Ferias y circuttos
Vinculadas entre sí, las ferias se corresponden. Tanto si se trata de ferias simple- mente mercantiles como si son ferias de crédito, se organizan para facilitar los circuitos. Si se consideran en un mapa las ferias de una región dada (Lombardía? o el reino de Nápoles?* en el siglo XV por ejemplo, o los circuitos de ferias que coinciden en Linz sobre el Danubio: Krems, Viena, Freistadt, Graz, Salzburgo, Bolzano*”*), el calendario de estas reuniones sucesivas pone de manifiesto que aceptan dependencias recíprocas, que los comerciantes pasan de una feria a otra con sus carruajes, sus animales de carga o sus mercancías a la espalda, hasta que el círculo de estos viajes se cierra y vuelve a empezar. Es decir, un movimiento en cierto modo perpetuo. Las cuatro ciudades, Tro- yes, Bar-sur-Aube, Provins y Lagny, que se reparten en la Edad Media las grandes fe- rias de Champagne y Brie, no cesan en el transcurso del año de estar en candelero. Henri Laurent?* pretende que el primer circuito ha sido el de las ferias de Flandes; las ferias de Champagne lo habrían imitado. Es posible. A no ser que el movimiento cif- cular haya sido creado casi por todas partes, y como por sí mismo, por una suerte de necesidad lógica análoga a la de los mercados ordinarios. Como para el mercado, es necesario que la región, despojada por la feria de sus capacidades de ofertas y deman- das, tenga tiempo de reconstruirlas. De ahí las pausas necesarias. Es necesario también que el calendario de las diversas ferias facilite los itinerarios de los comerciantes forá- neos que las visitan sucesivamente.
Las mercancías, el dinero y el crédito son apresados por estos movimientos girato- rios. El dinero anima evidentemente al mismo tiempo los circuitos de mayor apertura y acaba, de ordinario, en un punto central del que vuelve a partir para reanudar su curso. En el Occidente, en franca recuperación a partir del siglo XI, un centro domi- nará finalmente todo el sistema de pagos europeos. En el siglo XIII, son las ferias de Champagne; éstas declinan a partir de 1320, registrándose repercusiones por todas par- tes —hasta en el lejano reino de Nápoles?%—; a continuación el sistema se reconstruye como puede alrededor de Ginebra en el siglo XV1*%, después alrededor de Lyon?”*; ter- minando por fin, con el siglo XVI, alrededor de las ferias de Plaisance, es decir de' Gé- nova. Nada es más revelador de las funciones de estos sistemas sucesivos que las fup- turas que marcan el paso de uno a otro.
A partir de 1622, sin embargo, ninguna fería se situará ya en el centro obligatorio de la vida económica de Europa para dominar el conjunto. Amsterdam, que no es una verdadera ciudad de ferias, ha comenzado a afirmar su papel, obteniendo la su- perioridad anterior de Amberes: se organiza como una plaza permanente de comercio y dinero. Su fortuna marca el declinar, si no de las ferias mercantiles de Europa, por lo menos de las grandes ferias dominantes del crédito. La era de las fertas ha pasado su apogeo.
La decadencia
de las ferias
En el siglo XVIII, hay que reconocer que las medidas gubernamentales que deciden «desde hace algunos años [la libertad] de enviar a país extranjero la mayoría de las mer- cancías manufacturadas sin pagar derechos y hacer entrar las materias primas con exen- ciones, [no puede sino] disminuir de año en año el comercio de las ferias, cuya ventaja
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era procurar estas exenciones; y que de año en año se acostumbra, cada vez más, a efec- tuar el comercio directo de estas mercancías sin hacerlas pasar por las ferias»??? Esta ob- servación figura en una carta del interventor general de Hacienda, a propósito de la feria de Beaucaire en septiembre de 1756.
Es en ese momento cuando Turgot?% redactaría el artículo consagrado a las ferias, aparecido en la Enciclopedia en 1757. Para él, las ferias no son mercados «naturales» que nazcan de las «mercancías», del «interés recíproco que compradores y vendedores han de buscar [...] por consiguiente, no hay que atribuir al curso natural de un co- mercio animado por la libertad esta ferias brillantes, donde las producciones de una parte de Europa se concentran con grandes gastos y que parecen ser el punto de en- cuentro de las naciones. El interés que debe compensar estos gastos exorbitantes no pro- viene de la naturaleza de las cosas, sino que resulta de los privilegios y franquicias con- cedidas al comercio en ciertos lugares y en ciertos momentos, mientras que está abru- mado en otras partes de tasas y derechos». Así que abajo los privilegios, o que los pri- vilegios sean para todas las instituciones y prácticas mercantiles. «¿Es necesario ayunar todo el año para hacer una buena comida en ciertos días?», preguntaba M. de Gour- nay, y Turgot recoge la frase bajo su responsabilidad.
Pero para hacer una buena comida todos los días, ¿basta con eliminar esas viejas instituciones? Es verdad que en Holanda (el ejemplo aberrante de La Haya cuenta po- co) las ferias desaparecen; que en Inglaterra la gran feria de Stourbridge, en otro tiem- po «beyond all comparison», pierde su comercio al por mayor, el primero en declinar, después de 1750%”. Turgot tiene razón, por consiguiente, como tantas otras veces: la feria es una forma arcaica de intercambios; puede, en su época, dar el pego e incluso prestar servicios, pero allí donde se mantiene sin rival, la economía marca el paso. Así se explica la fortuna, en los siglos XVII y XVII, de las ferias un poco venidas a menos pero siempre vivas en Frankfurt y de las ferias nuevas de Leipzig*; de las grandes fe- rias polacas*!: Lublin, Sandomir, Thorun, Poznan, Gniezno, Gdansk (Dantzig), Léo- pol (Lwow), Brzeg*, en Galitzia (donde en el siglo XVII se podían ver más de 20.000 cabezas de ganado a la vez); y de las ferias fantásticas de Rusia, donde pronto nacerá, en el siglo XIX, la feria más que fantástica de Nijni Novgorod*”. Verdad a fortiori en el Nuevo Mundo, donde Europa comienza más alla del Atlántico. Para no escoger más que un ejemplo creciente, ¿puede haber feria más simple y más colosal al mismo tiem- po que la de Nombre de Dios, sobre el istmo de Darien, que se trasladará a partir de 1584, semejante a sí misma, siempre colosal, al abra vecina y también malsana de Por- to Belo? Las mercancías de Europa se cambian con el metal blanco que proviene de Perú?. «En un solo contrato se concluyen negocios de ocho a diez mil ducados. ..»*%”. El monje irlandés Thomas Gage, que visita Porto Belo en 1637, cuenta que había visto en el mercado público montones de dinero como pilas de piedras*“.
Por esos desfases y esos retrasos, yo explicaría de buena gana el brillo persistente de la feria de Bolzano, en los pasos alpinos que conducían al sur de Alemania. En cuan- to a esas ferias tan vivas del Mezzogiorno italiano*”, ¡qué mala señal para su salud eco- nómica! En efecto, si la vida económica se precipita, la feria, viejo reloj, no sigue la aceleración nueva; pero cuando esta vida se hace más moderada la feria vuelve a tener su razón de ser. Es así como interpreto el comportamiento de Beaucaire, feria, por así decirlo, «excepcional» porque «se estanca durante el período de auge [1724-1765 ]» y «asciende cuando todo declina a su alrededor»*%, de 1775 a 1790. Durante ese período desapacible que, en Languedoc y tal vez en otras partes, mo sería ya el «verdadero» si- glo XVII, la producción lanza a la feria de la Madeleine sus excedentes inutilizados y abre una crisis «de aglomeración», como diría Sismondi. ¿Pero dónde podría encontrar entonces esta aglomeración otra puerta de salida? Á propósito de este impulso de con- trasentido de Beaucaire, yo no introduciría, por mi parte, la cuestión del papel del ne-
Los instrumentos del intercambio
gocio extranjero, sino, en el primer plano, la economía misma del Languedoc y de Provenza.
Es sin duda con esta perspectiva como hay que comprender el proyecto un poco simplista de un francés de buena voluntad, un cierto Trémouillet, en 1802?. Los ne- gocios van mal. Miles de pequeños comerciantes parisinos están al borde de la quiebra. Sin embargo existe una solución (¡y muy sencilla!): crear en París ferias grandiosas, en el límite mismo de la ciudad, sobre la plaza de la Revolución. El autor imagina, sobre ese vasto terreno vacío, alamedas escaqueadas, bordeadas de tiendas, y de enormes cet- cados reservados a los animales y a los indispensables caballos. El proyecto está desgra- ciadamente mal defendido cuando se trata de exponer las ventajas económicas de la operación. ¿Es posible: que sean tan evidentes para el autor que éste no juzgue nece- sario explicarlas?
Depósitos, almacenes, HEnNAaS, graneros
La lenta, a menudo imperceptible (y a veces discutible) decadencia de las ferias sus- cita todavía más problemas. Richard Ehrenberg pensaba que habían sucumbido ante la competencia de las Bolsas. Tesis insostenible, respondía André E. Sayous con mal humor?”. Igualmente, si las ferias de Plaisance han sido el centro de la vida mercantil al final del siglo XVI y principios del siglo XVII, el nuevo centro del mundo será pron- to, a continuación, la Bolsa de Amsterdam: una forma, un mecanismo ha triunfado sobre el otro. Poco importa que Bolsas y ferias coexistam, lo cual no es menos cierto, a lo largo de los siglos: una sustitución de este tipo no se consigue en un día. Además, si la Bolsa de Amsterdam se ha retirado indiscutiblemente del vasto mercado de capi- tales, organiza también con mucha altura el movimiento de mercancías (pimienta o es- pecías de Asia, granos y productos del Báltico). Para Werner Sombart?”!, hay que bus- car la explicación acertada en la etapa del transporte, almacenamiento y reexpedición de las mercancías. Las ferias han sido de todos los tiempos, subsisten en el síglo XVIII como concentraciones de mercancías. Estas se ponen allí a resguardo Pero con el*au- mento de la población, el crecimiento ya catastrófico de las ciudades y la lenta mejoría del consumo, el comercio al por mayor no podía hacer otra cosa que desarrollarse; des- bordar el canal de las ferias, organizarse de manera independiente. Esta organización autónoma, por mediación de las tiendas, graneros, depósitos o almacenes, tiende a sus- tituir, por su regularidad que evoca la tienda, a las actividades semejantes a eclipses de las ferias.
La explicación es verosímil. Pero Sombart la lleva, sin duda, demasiado lejos. Para él, lo importante es saber si el almacén al por mayor donde se tasa la mercancía, a dos pasos de la clientela y de manera permanente, va a funcionar o naturaliter —y enton- ces no sería otra cosa que un depósito— o mercantaliter, es decir, de manera mercan- t11?71, En cualquier caso, el almacén y una tienda de rango superior, uma tienda en que el dueño es el comerciante al por mayor, el comerciante «mayorista» O, como se dirá pronto de manera más noble, el «negociante»?”?. En las puertas del almacén, las mercancías se entregan a los revendedores en grandes cantidades, «bajo cuerda»?”?, se- gún se dice, sin que se abran siquiera las balas. ¿Cuándo comienza ese comercio al por mayor? ¿Tal vez en Amberes, en tiempos de Ludovico Guicciardini (1567)**? Pero cual- quier cronología estricta a estos efectos no podría ser más que discutible.
Es innegable, sin embargo, que con el siglo XVIII, sobre todo en los países activos del Norte ligados a los tráficos del Atlántico, el comercio al por mayor toma un auge'
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El almacén donde un comerciante florentino ha guardado sus mercancías desembarcadas en Pa- lermo. Miniatura de un artista flamenco ilustrando una traducción francesa del Décaméron (1413), de Laurent de Premierfait, Biblioteca del Arsenal, ms 5070, f. 314 r*. (Cliclé B.N.)
jamás visto hasta entonces. En Londres, los mayoristas se imponen en todos los terrenos; del intercambio. En Amsterdam, al principio del siglo XVIII, «como llegan diariamente' gran número de navíos [...] es fácil comprender que hay un gran número de almacenes y cuevas para meter todas las mercancías que llevan esos buques: además, la ciudad está bien provista, disponiendo de barrios enteros que no son más que almacenes o gra- neros de cinco á ocho pisos, y la mayoría de las casas que están sobre los canales tienen de dos a tres almacenes y una cueva». Este equipamiento no es siempre suficiente y sucede que los cargamentos se quedan en los barcos «más tiempo del deseable». Tanto que se construyen sobre el emplazamiento de viejas casas gran cantidad de nuevos al- macenes, los cuales «dan muy buenas rentas»?”,
De hecho, la concentración mercantil en beneficio de los depósitos y almacenes se convierte en un fenómeno general en la Europa del siglo XVII. Así, el algodón en bru-
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to, el «algodón en rama» se concentra en Cádiz si viene de América Central; en Lisboa (en orden decreciente de precios, los algodones de Pernambuco, de Maranháo, de Pa- ra)? sí es de procedencia brasileña; en Liverpool si viene de la Indias?”; en Marsella si llega de Levante?”*. Mayence, sobre el Rin??, es para Alemania el gran atracadero de vinos procedentes de Francia. Lille? desde antes de 1715, posee almacenes muy grandes donde se reúnen los aguardientes destinados a los Países Bajos. Marsella, Nan- tes, Burdeos son los almacenes principales en Francia de un comercio de las islas (azú- car, café) que anima la prosperidad mercantil del reino, en tiempos de Luis XV. In- cluso las ciudades medias, Mulhouse*!, Nancy?*”?, multiplican los almacenes de todos los tamaños. Estos ejemplos sólo son una muestra de cientos de casos. De esta forma se dibuja una Europa de almacenes, que sustituye a la Europa de las ferras.
Con esto, en el siglo XVIII todo da la razón a Sombart. ¿Pero y antes? La distinción entre los dos modos, »mercantaliter y naturaliter, ¿es plausible? Siempre han existido almacenes y depósitos (storehouses, warehouses, Niederlager, magazzint di trafico, khans del Oriente Medio, ambary de Moscovia**). E incluso «cuidades de depósito» (siendo Amsterdam el modelo del género) en que el oficio y el privilegio consiste en servir como lugar de reserva a las mercancías que deben volver a expedirse a continua- ción: así, en Francia, en el siglo XVII **, Ruan , París, Orleáns, Lyon; así «el depósito de la ciudad baja» en Dunquerque??, Toda ciudad tiene sus almacenes privados o pú- blicos. En el siglo Xv1, las lonjas en general (como en Dijón o en Beaune) «parecen ha- ber sido a la vez almacenes al por mayor, depósitos y postas»?*. ¡Más lejos en el tiempo que los almacenes públicos reservados al trigo o a la sal! Muy pronto, sin duda antes del siglo XV, Sicilia posee, cerca de sus puertos, caricatorz, enormes almacenes donde se acumula el trigo, obteniendo el poseedor un recibo (cedola) —las cedole se nego- cian En Barcelona, desde el siglo XIV, en las bellas casas mercantiles de piedra del Montjuich, «los almacenes se ponen en la planta baja, situándose la vivienda [del co- merciante] según los inventarios en la planta de arriba»?*, Hacia 1450, en Venecia, en torno a la plaza de Rialto, en el corazón de la vida comercial de la ciudad, las tiendas se suceden por calles especializadas: «encima de cada una de ellas, hay una sala que parece un dormitorio común de monasterio, de suerte que cada comerciante veneciano tiene su propio almacén lleno de mercancías, de especias, de tejidos preciosos, de sedería»?*?, *
Ninguno de estos detalles es, por sí solo, perentorio. Ninguno distingue, lo que,se llama distinguir, el almacenamiento puro y simple del comercio al por mayor, que es- tán, sin duda, mezclados muy pronto. El almacen, instrumento mejorado, existía for- zosamente desde hacía largo tiempo, bajo formas diferentes, modestas, mixtas, porque respondía a las necesidades evidentes desde siempre, concretamente a las debilidades de la economía. Lo que obliga a almacenar es el ciclo demastado largo de la producción y de la vida comercial, la lentitud de los viajes y de las informaciones, la incertidumbre de los mercados lejanos, la irregularidad de la producción, el juego solapado de las es- taciones... Por otra parte la prueba de esto es que, a partir del día en que se precipita la velocidad y aumenta el rendimiento de los transportes, en el siglo XiX, a partir del día en que la producción se concentra en las poderosas fábricas, el antiguo comercio de depósito deberá modificarse considerablemente, a veces por completo, y de- saparecer?%
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Las Bolsas
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Le Nouveau Négocrant de Samuel Ricard, en 1686, define la Bolsa como el «lugar de encuentro de banqueros, comerciantes y negociantes, agentes de cambio y de ban- ca, corredores y otras personas». La palabra vendría de la ciudad de Brujas, donde estas reuniones se celebraban «cerca del Hótel de Bourses, así llamado por un señor de la antigua y noble familia van der Bourse, que lo había hecho construir y que había ador- nado el frontispicio del escudo con sus armas, cargado con tres bolsas... que pueden verse todavía hoy en este edificio». Poco importan las dudas que plantee la explicación. En todo caso, la palabra hizo fortuna, sin eliminar no obstante otras denominaciones. En Lyon, la Bolsa se llamaba plaza de cambios; en las ciudades hanseáticas, Collége de comerciantes; en Marsella, la Logs4; en Barcelona como en Valencia, la Loma. No siem- pre poseía su propio edificio, y de ahí una confusión del nombre entre el lugar de reu- nión y la Bolsa misma. En Sevilla, la reunión de los comerciantes se llevaba a cabo día- riamente sobre las gradas?” de la catedral; en Lisboa, en la Rua Nova?”, la mayor y más larga de la ciudad, ya citada en 1294; en Cádiz, la Calle Nueva, sin duda abierta después del saqueo de 1596?%; en Venecia, bajo los pórticos de Ríalto?% y en la Loggía dei Mercanti, construida sobre la plaza en estilo gótico en 1459 y reconstruida en 1558; en Florencia, en el Mercato Nuovo?”, sobre la actual Piazza Mentana?%;, en Génova?”, a 400 metros de la Strada Nuova, sobre la Prazza dez Banch1?%: en Lille?” en el Beau- regard; en Lieja%%, en la casa de Pords Public, construida al final del siglo XVI, o sobre el muelle de la Beach, o sobre las espaciosas galerias del Palacio episcopal, o en una taberna vecina; en La Rochelle, al aire libre, «entre la calle de los Petits-Bacs y la calle Admyrauld», en el lugar llamado el Cantón de los Flamencos, hasta la construcción de un edificio especial en 1761%!, En Frankfurt del Meno*”, las reuniones tenían lugar tam- bién al aire libre, unterfresem Himmel, en el Fischmarkt, el mercado del pescado. En Leipz1g%3, la bellísima Bolsa fué construida desde 1678 hasta 1682 «uf dem Nasch- markt»;, anteriormente, los negociantes se reunían bajo una arcada, en una tienda de la feria o al aire libre cerca de la báscula. En Dunquerque, «todos los negociantes a la hora del mediodía [se reúnen cada día] en la plaza situada delante de la casa de esta ciudad [entiéndase el ayuntamiento]. Y es allí, a la vista de todo el mundo [...] que estalian altercados entre personajes importantes [...] después de palabras fuertes»*%, En Palermo, la Loggza de la plaza actual del Garafello es el lugar de reunión de los co- merciantes y, en 1610, les es prohibido acudir una vez «sonata ['avemaria di Santo An- tonio»*%. En París, durante mucho tiempo situada en la vieja plaza de los Cambios, en el Palacio de Justicia, la Bolsa se instala en el palacio de Nevers, calle Vivienne, se- gún la*decisión del Consejo del 24 de septiembre de 1724. En Londres, la Bolsa, fun- dada por Thomas Gresham, toma a continuación el nombre de Royal Exchange. Está situada en el centro de la ciudad, aunque, según una corresponsal extranjera, en el momento de las medidas que se tomaron contra los gwakers, en mayo de 1670, la reu- nión se hace en este lugar «Jovesi radunano li mercanti», para ser traslasdada a diversos puntos en caso de necesidad.
De hecho, es normal que toda plaza tenga su Bolsa. Un marsellés que hace un exa- men general de conjunto (1685) observa que, si bien los términos varían: «en varios lugares el mercado, y en las Escalas del Levante el bazar», la realidad es, en todas par- tes, la misma*”. Por ello, comprendemos la sorpresa de ese inglés, Leeds Booth, que se convirtió en cónsul ruso en Gibraltar*, que escribe en su gran informe al conde de Ostermann (14 de febrero de 1782): «[En Gibraltar] no tenemos lugar de cambio don- de los comerciantes se reúnan para negociar como en las grandes ciudades de comercio; y hablando sinceramente, no tenemos más que muy pocos de ellos [comerciantes] en
Los instramentos del intercambio
este lugar, y a pesar de que es muy pequeño y no produce nada, se hace un comercio muy importante en tiempo de paz.» Gibraltar es, como Livourne, la ciudad floreciente del fraude y del contrabando. ¿Para qué le serviría una Bolsa?
¿De cuándo datan las primeras Bolsas? Sobre este punto, las cronologías pueden llamar a engaño: la fecha de construcción de los edificios no coincide con la de la crea- ción mercantil. En Amsterdam, el edificio data de 1631, mientras que la Nueva Bolsa había sido creada en 1608 y la Antigua se remontaba a 1530. Á menudo hay que con- formarse con fechas tradicionales que tienen su valor. Pero no con la abusiva lista cro- nológica que hace nacer la Bolsa en los países del Norte: Brujas 1409, Amberes 1460 (edificio construido en 1518), Lyon 1462, Tolosa 1469, Amsterdam 1530, Londres 1554, Ruan 1556, Hamburgo 1558, París 1563, Burdeos 1564, Colonia 1566, Dantzig 1593, Leipzig 1635, Berlín 1716, La Rochele 1761 (en construcción), Viena 1771, Nueva York 1772.
A pesar de las apariencias, esta lista no establece ninguna prioridad nórdica. En rea- lidad, en efecto, la Bolsa alcanza su pleno apogeo en el Mediterráneo por lo menos desde el siglo XIV, en Pisa, en Venecia, en Florencia, en Génova, en Valencia, en Bar- celona, donde la Lonfa solicitada a Pedro el Ceremonioso fue acabada en 1393%%. Su gran sala de estilo gótico, aún en pie, habla de la antigiedad de su creación. Hacia 1400, «toda una escuadra de corredores circula [en ella] entre los colonos y los pequeños grupos, éstos son los corredores d'orella, los corredores de oreja» cuya misión es escuchar, hacer informes, poner en relación a los interesados. Cada día, a lomos de una mula, el comerciante de Barcelona va a la Lonja, y ordena sus asuntos, acercándose después con un amigo al huerto de le Lonza, donde descansa*'”. Y sin duda esta acti- vidad bolsista, o de aspecto bolsista, es más antigua de lo que señalan nuestras refe- rencias habituales. Así, en 1111, en Luca, cerca de la iglesia de Saint-Martin, se reu- nían ya los cambistas: alrededor de ellos los mercaderes, los notarios, ¿no es ésta una Bolsa en potencia? Basta que intervenga el comercio a gran distancia, y pronto intet- viene aunque no sea más que a propósito de las especias, de la pimienta y, a conti- nuación, de los barriles de arenques del Norte...*'!, Esta primera actividad bolsista de la Europa Mediterránea, por otra parte, no es en sí misma una creación ex mibito. La realidad, si no la palabra, es muy antigua; data de las reuniones de mercaderes que conocieron muy pronto todos los grandes centros de Oriente y del Mediterráneo y que parecen estar atestiguadas en Roma hacia finales del segundo siglo después de Jesucris- to4!?, ¿Quién no imaginará encuentros análogos en la curiosa plaza de Ostia, dende los mosaicos marcan los lugares reservados 2 mercaderes y patrones de barcos extranjeros?
Las Bolsas se parecen. El espectáculo en las horas breves de actividad es casi siem- pre, por lo menos a partir del siglo XVII, el de multitudes ruidosas, comprimidas, con estrecheces. En 1653, los negociantes de Marsella reclaman «un lugar que les sirva de Lonja y retirarse de la incomodidad que sufren al estar en la calle que, desde hace tan- to tiempo, han hecho servir como lugar para su negocio»*!?, En 1662, podemos encon- trarlos en la planta baja del pabellón Puget, en «una gran sala que comunica mediante cuatro puertas con el muelle y donde [...] de cada lado de las puertas se colocan las notas de salida de los barcos». Pero pronto será demasiado pequeña. «Hace falta per- tenecer a la raza de las serpientes para entrar allí», escribía el caballero de Gueidan a su amigo Suard; «¡qué tumulto!, ¡qué ruido! Confesad que el templo de Plutón es una cosa singular»*1, Es que todo buen negociante debe darse una vuelta por la Bolsa cada día al final de la mañana. No estar allí, no ventear las noticias tan a menudo falaces, es arriesgarse a perder una buena ocasión y, tal vez, a hacer correr nmimores molestos sobre el estado de los negocios. Daniel Defoe*!'* advertía solemnemente al almacenista: «To be absent from Change, which 15 his market [...], at the time when the merchants generally go about to buy», es buscarse lisa y llanamente la catástrofe.
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En Amsterdam, el gran edificio de la Bolsa fue terminado en 1631, en la plaza del Dam, de frente al Banco y al edificio de la Oost Indische Compagnte. Se estima, en tiempos de Jean-Pierre Ricard (1772), en 4.500 el número de personas que se presen- tan allí cada día, desde el medio día hasta las dos de la tarde, El sábado, la afluencia es menor al mo acudir los judíos en ese día**ó. El orden es estricto, se asignan lugares numerados a cada sector comercial; se dispone de un buen millar de corredores, jura- dos o no. Y sin embargo nunca es fácil encontrarse en el tumulto, el horroroso con- cierto de cifras cantadas a voz en grito, el ruido de las conversaciones ininterrumpidas.
La Bolsa es, salvadas las proporciones, la última etapa de. una feria, pero que no se interrumpe. Gracias al encuentro de negociantes importantes y de una nube de in- termediarios, todo se trata a la vez, operaciones sobre mercancías, cambios, participa- ciones, seguros marítimos en que los riesgos se reparten entre numerosos garantes; es también un mercado monetario, un mercado financiero, un mercado de valores. Es na- tural que estas actividades tiendan a organizarse, cada una de ellas, de manera autó- noma. En Amsterdam, desde principios del siglo XVII, se constituye así, en parte, una bolsa de los granos**?, que se celebra tres veces por semana, de las diez de la mañana al medio día, en un inmenso vestíbulo de madera donde cada comerciante tíene su fac- tor «que se toma el cuidado de llevar las muestras de granos que puede vender [...] en sacos que pueden contener una o dos libras. Como el precio de los granos se ajusta tan- to mediante el peso [específico] como por la buena o mala calidad, hay tras la Bolsa diversas balanzas pequeñas mediante las cuales, pesando tres o cuatro puñados de gra- nos... se conoce el peso del saco». Estos granos son importados a Ámsterdam para el consumo del país, pero no para la reventa o la reexportación. Las compras mediante muestras han sido muy temprano la regla general en Inglaterra y alrededor de París, particularmente para las compras masivas de granos destinados a las tropas.
En Amsterdam, el mercado de valores
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A principios del siglo XVII, la novedad consiste en la implantación en Amsterdam de un mercado de valores. Los fondos públicos, las prestigiosas acciones de la Compa- ña de las Indias Orientales se convierten en el objeto de vivas especulaciones, absolu- tamente modernas. Que ésa sea la primera Bolsa de valores, coro se dice a menudo, no es totalmente exacto. Los títulos de deuda del Estado se negocian muy pronto en Venecia**, en Florencia desde antes de 13281”, en Génova, donde hay un mercado ac- tivo de ¿uogh: y paghe de la Casa a San Giorgro*”, por no hablar de las Kuxez, las acciones de las minas alemanas cotizadas desde el siglo XV en las ferias de Leípzig*', de los /uros españoles*”?, de las rentas francesas sobre el Hótel de Ville (1522)% o del mercado de las rentas en las ciudades hanseáticas, desde el siglo xv**. Los estatutos de Verona, en 1318, introducen el mercado a plazo (mercato a termine)*, En 1428, el jurista Bartolomeo de Bosco protesta contra las ventas de loca, a plazo, en Génova**, Hay muchas pruebas de una anterioridad mediterránea.
Pero lo nuevo en Amsterdam es el volumen, la fluidez, la publicidad, la libertad especulativa de las transacciones. El juego se mezcla allí de manera frenética, el juego por el juego: no olvidemos que, hacía 1634, la manía de los tulipanes que hace furor en Holanda lleva a cambiar, por un bulbo «sin valor intrínseco», «una carroza nueva, dos caballos grises y sus arreos»%?? Pero el juego sobre las acciones, en manos de exper- tos, podía asegurar cómodos ingresos. En 1688, un comerciante curioso, Joseph de La Vega (1650-1692), judío de origen español, hacía aparecer en Amsterdam, bajo el am-
Los instrumentos del intercambio
Interior de la Bolsa de Amsterdam en 1668. Cuadro de Job Berckheyde. (Foto Stedeli¡k, Museo de Amsterdam.)
biguo título de Confusión de confusiones**?, un extraño libro, de difícil comprensión debido a un estilo alambicado (el s21/o culto de la literatura española del momento), pero detallado, vivo, único en su género. No hay que creerle al pie de la letra, sin du- da, cuando sugiere que se habría arruinado, en este juego infernal, cinco veces se-
guidas. O cuando se queda atónito ante cosas ya antiguas: mucho antes de 1688 «se la vendido a plazo el arenque que no ha sido pescado, los trigos y otras mercancías que no se han producido o que no se han recibido»; las especulaciones escandalosas de Isaac Le Maire sobre las acciones de las Indias, que se sitúan en los mismos comienzos del siglo XVI, implicán ya mil sutilezas e incluso picaresca*??; hace ya también mucho
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tiempo que los corredores se dedican a asuntos de la Bolsa, enriqueciéndose, mientras que los comerciantes se empobrecen según sus afirmaciones. En todas las plazas, Mar- sella o Londres, París o Lisboa, Nantes o Amsterdam, los corredores, poco atados por los reglamentos, van a su aite con comodidad.
Pero también es cierto que los juegos bolsistas de Amsterdam han alcanzado un grado de sofisticación, de irrealidad, que harán de esta ciudad, durante largo tiempo, un lugar aparte de Europa, un sitio donde la gente no se contenta con comprar y ven- der acciones apostando al alza o a la baja, sino donde jugar con sabiduría permite es- pecular incluso sin tener dinero ni acciones en la mano. Es allí donde los corredores se lo. pasan en grande. Se dividen en camarillas —se llamaban roftfteries. Si uno juega al alza, el otro, el de los «contramineros», jugará a la baja. Esto inclinará a la masa muelle e indecisa de especuladores en un sentído o en otro. Cambiar de campo, para un corre- dor, lo cual sucede, és ún acto de prevaricación“,
Sin embargo, las acciones son nominales y la Compañía de las Indias conserva los títulos, y el comprador no entraba en posesión de úna acción más que mediante la ins- cripción de su nombre en un registro que se llevaba a este efecto. La Compañía creyó de esta forma, al principio, poder oponerse a la especulación (la acción al portador no será aceptada sino hasta más tarde), pero la especulación no implica la posesión. El ju- gador vende, de hecho, lo que no posee, compra lo que no poseerá: es, como se dice, comprar o vender «en blanco». Al final, la operación se salda con una pérdida o un beneficio. Se líquida esta pequeña diferencia y el juego continúa. La prime, otro jue- go, es simplemente un poco más complicado**.
De hecho, al estar las acciones implicadas en un alza a largo plazo, la especulación se instalará forzosamente en la corta duración. Estará al acecho de las fluctuaciones de un Instante, que una noticia verdadera o falsa provoca fácilmente. El representante de Lurs XIV ante las Provincias Unidas, en 1687, se sorprende al principio de que, des- pués de todo el ruido que se hace como consecuencia de la conquista de Bantam, en la isla de Java, todo suceda como si la noticia fuera falsa. Pero «yo no estoy tan sor- prendido», escribe el 11 de agosto, «de esto; ha servido para hacer bajar las acciones en Amsterdam y algunos se aprovechan de ello»*?. Diez años más tarde, otro embajador dirá que «el barón Jouasso, un judío muy rico de La Haya», presumía ante él de poder ganar «cien mil escudos en un día», «sí conocía la muerte del Rey de España [el pobre Carlos Il, cuya muerte se esperaba de un momento a otro] 4 ú 5 horas antes de que fuera pública en Amsterdam»? «Estoy persuadido de ello», añadía el embajador, «por- que él y otros dos judíos, Texeira y Pinto, son los más poderosos en el comercio de acciones». |
En esta época, no obstante, esas prácticas no alcanzan aún la importancia que co- nocen en el siglo siguiente, a partir de la Guerra de los Siete Años, con la ampliación del juego sobre las acciones de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, del Banco de Inglaterra, de la Compañía del Mar del Sur y, sobre todo, de los empréstitos del gobierno inglés, «el océano de las anualidades», como dice Isaac de Pinto (1771)%*. Los precios de las acciones no serán, sin embargo, publicados oficialmente más que a partir de 1747, cuando la Bolsa de Amsterdam hacía públicos los de las mercancías desde 15854 (330 artículos en esta fecha, 550 en 1686). Lo que explica el volumen y el brillo de la especulación en Amsterdam, relativamente enorme desde sus inicios, es que intervenían siempre gentes humildes y no sólo los grandes capitalistas. ¡Ciertos espec- táculos nos hacen pensar en corredores de apuestas! «Nuestros especuladores», cuenta Joseph de la Vega en 1688, «frecuentan ciertas casas en las que se vende una bebida que los holandeses llaman co/fy y los levantinos caffé». Estas coffy hussen «son de gran comodidad en invierno, con sus acogedoras estufas, sus pasatiempos seductores: unas ofrecen libros para leer, otras mesas de juego y todas interlocutores con quienes dis-
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currir; uno toma chocolate, otro café, otro leche, otro té y todos, por así decirlo, fu- man tabaco [...] Así se calientan, se regalan, se divierten con poco gasto, escuchan las noticias [...] Entra entonces en una de estas casas, en horas de Bolsa, tal o cual alcista. Se le pregunta cuánto valen las acciones, él añade un 1 ó 2% al precio que tengan en el momento, saca un pequeño cuaderno de notas y se pone a escribir lo que no ha he- cho más que de pensamiento, para hacer creer a alguien que lo ha hecho de verdad y para avivar [...] el deseo de comprar alguna acción, en el temor de que suba todavía»??”.
¿Qué muestra esta escena? $1 no me equivoco, la forma en que la Bolsa estruja el bolsillo de los pequeños ahorradores y de los pequeños jugadores. El éxito de la ope- ración es posible: 1% porque no existe aún, repitámoslo, curso oficial alguno que per- mita seguir fácilmente las variaciones de la misma; 2% porque el corredor —interme- diario obligatorio— se dirige en este caso a gentes sencillas que no tienen derecho, te- servado a los comerciantes y corredores, a entrar en el santuario de la Bolsa, aunque ésta se encuentre a dos pasos de todos los cafés en cuestión, Café Francés, Café Roche- lés, Café Inglés, Café de Leyde*%*, Entonces, ¿de qué se trata? De lo que hoy llama- ríamos un juego en Bolsa de poca monta, de una gestión a la búsqueda de fondos.
La especulación en Ámsterdam implica una multitud de pequeños personajes, pero los grandes especuladores también están allí y son los más activos. Según testimonio de un italiano, Michele Torcia (1782), en principio imparcial, Amsterdam es aún en esta fecha tardía la Bolsa más activa de Europa%**”; supera a Londres. Y sin duda el enor- me volumen (a los ojos de los contemporáneos, se entiende) del juego de las acciones tiene que deberse a alguna causa, al igual que el hecho de que cormcida entonces con la fiebre sin tregua de los préstamos acordados con el extranjero, otra especulación tam- bién sin igual en Europa y sobre la que volveremos.
Los documentos de Louis Greffulhe*%, instalado a partir de 1778 como dueño y señor de un importante establecimiento de Amsterdam***, dan una idea bastante clara de esta doble expansión. Volveremos a referirnos frecuentemente a la vida y milagros de este nuevo rico emprendedor y prudente, a sus lúcidos testimonios. En 1778, la vís- pera de la entrada en guerra de Francia al lado de las colontas inglesas de América, se da en Amsterdam rienda suelta a las locas especulaciones. El momento parece propi- cio, al abrigo de la neutralidad, para aprovecharse de las circunstancias. ¿Pero había que arriegarse con las mercancías coloniales de las que se preveía escasez, dejarse tentar por los préstamos ingleses, después franceses, o financiar a los Insurgentes? «Vuestto antiguo agente Bringley», escribe Greffulhe a Á. Gaillard (en París), «está hasta lx £o- ronilla de los americanos»*?. En cuanto a él, Greffulhe, que se mete en todos los ne- gocios de su alcance que le parecen buenos, se lanza de lleno a las especulaciones de Bolsa, por encargo. Juega por él mismo y por los demás, por Rodolphe Emmanuel Ha- ller (sobre todo por él, que se ha hecho cargo del antiguo banco Thelusson-Necker), por Jean-Henri Gaillard, por los Perrégaux, por el universal Panchaud, banqueros de París, y, en Génova, por Alexandre Pictet, por Philibert Cramer, por Turrettini, nom- bres todos ellos que figuran con letras de oro en el gran libro de la banca protestante, estudiada por H. Lúthy**. El juego es difícil y arriesgado, y supone grandes sumas de dinero. Pero en fín, si Louis Greffulhe lo dirige con tanta calma, es sobre todo porque se trata de dinero de los demás. Que pierdan le molesta sin llegar a desesperarle: «Si se pudiera adivinar en los asuntos de fondos [entiéndase los fondos ingleses] como en muchos otros», escribe a Haller, «siempre se harían, mi buen amigo, buenos negocios». «La suerte puede cambiar», explica en otra parte, «aún habrá muchas alzas y bajas». No obstante, no hace compras ni prórrogas sin haber reflexionado. No es un temera- rio, un imprudente como Panchaud; lleva a cabo las Órdenes de sus clientes. A Phili- bert Cramer, que le da orden de comprar «10.000 libras de Indias», es decir acciones de la Compañía de las Indias Orientales, «a partes iguales con los señores Marcet y Pic-
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Los instrumentos del intercambio
tet, pudiendo obtenerlas de 144 a 145» le responde Greffulhe (4 de mayo de 1779): «Imposible, pues a pesar de la baja que han experimentado estos fondos, valen 154 en agosto y 152 en mayo. No vemos posibilidad por el momento de que pueda efectuarse esta compra, pero hemos tomado buena nota de ello»***.
El juego, para todo especulador de Ámsterdam, consiste en adivinar la cotización futura en la plaza holandesa conociendo la cotización y los acontecimientos de Lon- dres. Además Greffulhe se esfuerza por obtener informes directos de Londres, que no sólo le llegan mediante las valijas del correo. Está en contacto con la capital inglesa —donde especula por su propia cuenta— con su cuñiado Sartoris, modesto y simple eje- cutante, y con la gran casa judía de J. y Abraham Garcia, a la que utiliza aunque des- confía de ella.
La correspondencia tan activa de Greffulhe no hace más que abrirmos una estrecha ventana a la gran especulación de Amsterdam. Hay que ver, no obstante, hasta qué punto la especulación holandesa se abre al exterior, hasta que punto se sitúa allí el ca- pitalismo internacional. Dos libros de rescormfre*% de la contabilidad de Louis Grefful- he podrían permitir ir más lejos: hacer un cálculo de los beneficios de estas complica- das operaciones. El rescontre (como en Ginebra se llama el zezcontre) es la reunión que celebran todos.los trimestres los corredores de acciones que efectúan las compensacio- nes y desgloban las pérdidas y las ganancias del mercado a plazo y del mercado de pri- mas. Los dos libros de Greffulhe son una relación detallada de las operaciones que él hace, en este caso, por cuenta de sus corresponsales. Un agente de cambio actual po- dría desenvolverse allí sim errores, pero un historiador se pierde más de una vez. Ya que de aplazamiento en aplazamiento hay que seguir a menudo una operación a través de varios rescortres para tener una posibilidad de calcular los beneficios, que no siem- pre están al final. Confieso no haber tenido la paciencia de seguir hasta el fin estos cálculos.
En Londres, todo recomienza
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En Londres, que tanto tiempo ha envidiado y copiado a Amsterdam, los juegos lle- gan pronto a ser los mismos. Desde 1695, la Royal Exchange había contemplado las primeras transacciones con los fondos públicos, las acciones de las Indias y del Banco de Inglaterra. Se convirtió casi inmediatamente «en el lugar de cita de los que, tenien- do dinero, quieren tener más, y también de la clase más numerosa de hombres que, no teniendo nada, tienen la esperanza de atraer para sí el dinero de los que lo poseen». Entre 1698 y 1700, la Bolsa de valores, que se encontraba limitada en la Royal Exchan- ge, se instaló enfrente, en la célebre Exchange Alley.
Hasta la fundación de la Stock Exchange, en 1773, los cafés de Exchange Alley fue- ron el centro de la especulación de los «mercados a plazo o, como se les llamaba, de las carreras de caballos de la Alameda del Cambio»**. Garaway's y Jonathan's eran los lugares de cita de los corredores de acciones y fondos del Estado, mientras que los es- pecialistas del seguro marítimo frecuentaban el café de Edward Lloyd, los de la rama del siniestro iban al Tom's o al Carsey's. La Exchange Alley podía finalmente «recorrer- se en un minuto y medio», escribe un panfletista en 1700. «Os detenéis en la puerta de Jonathan, estáis frente al sur, avanzáis unos pasos, giráis después al este, llegáis a la puerta de Garaway. Desde allí váis a la puerta siguiente y llegá:s [...] a la calle Bir- chin. [...] Después de haber guardado vuestra guía en su caja y de haber dado la vuel- ta al mundo del agio os volvéis a encontrar en la puerta de Jonathan.» Pero este mi-
Los instrumentos del intercambio
núsculo universo, en las horas punta lleno hasta los topes, con sus costumbres, sus pe- queños grupos agitados, es un nudo de intrigas, un centro de poder**. ¿A dónde irán a protestar los protestantes franceses, irritados por el Tratado de Utrecht (1713) que va a restablecer la paz entre la reina de Inglaterra y el rey de Francia, con la esperanza de alzar en su contra a los negociantes y ayudar así a los wbhrgs? A la Bolsa y a «los cafés que se resentían de sus crisis» (29 de mayo de 1713) 48,
Estos pequeños mundos sensibles perturban a los otros, pero el exterior, a su vez, les perturba sin fin. Las noticias que agitan la cotización, tanto aquí como en Ámster- dam, no provienen siempre del interior. La Guerra de Sucesión de España ha sido fér- til en incidentes dramáticos de los que todo parecía depender en ese momento. Un rl- co mercader judío, Medina, había ideado hacer acompañar a Matlborough en todas sus campañas, pagando a este avaro e ilustre capitán una renta anual de 6.000 libras es- terlinas, lo cual se reembolsaba con creces al conocer el primero, directamente, la